Buenos Aires - 2013
68páginas / 14 x 20
ISBN 978-987-45079-6-9
I
Inventar lo invisible a la boca
como el tallo que no vive la próxima primavera,
el destello enceguece pupilas en ruinas.
Cuando suden magnolias las ramas de ayer
y relamas el polen,
Tú
escarabajo antiguo,
brillante sobre lo blanco que te es ajeno,
el salto a tierra firme espera,
no olvides reproducir la flor.
Paulina Vinderman sobre La mansedumbre del pez
Ana Lafferranderie presenta "La mansedumbre del pez"
La palabra “resuena constante”, dice Carolina Massola en una suerte de acápite que abre “La mansedumbre del pez”. En este libro la palabra hace posible la continuidad, reinaugura, pretende un modo de retener lo que huye. Ese pez escurridizo como la vida.
Pensar la mansedumbre como cualidad de algo que se fuga supone una tensión. Buscar – en eso que Carolina nombra como “el sentido fugitivo”- las formas calmas, los tramos lentos. Quizás sea ese el modo en que interviene la poesía y nos permite así, mientras sucede, domesticar al pez, dar sentido al transcurso, peso al instante del trayecto.
“La mansedumbre del pez” es un libro signado por la realidad de lo efímero, lo fugaz. “Si fuera posible (…) demorarse en un parpadeo al menos«, dice Carolina y por ese deseo su andar poético se ralentiza, capta y captura, invoca, crece en su experiencia.
La poeta nos lleva de escala en escala, desde el gran territorio del océano a la forma del pétalo. Se asume frente a las diferentes dimensiones de la vida, aún las más áridas y costosas. Mira lo vital en sus distintos signos y lo acepta con una visión integradora. La poesía hace posible esa aceptación porque se instala en el universo del instante y permite, como señalan los versos de Carolina, retener el “tallo que no vive la próxima primavera”, “recolectar tardíos rumores nocturnos”, esperar “ del silencio alguna espontaneidad”.
«Si no supiera del regalo efímero», dice la poeta, pero sabe: es un regalo que se toma con plena conciencia del límite, de la pérdida. Frente a esa conciencia y a cierta impotencia, las imágenes de continuidad tranquilizan: que los árboles sigan erguidos, que vuelva a nacer la flor. Carolina nos dice que esa continuidad de algún modo va a incluirnos, que la derrota no será total porque hay una ligazón profunda con lo anterior y con lo que sigue. Se reconoce así como parte de una trama y asume un lugar en ella, una función que es también la de delegar la concreción de lo poético, pasar la posta: “Tú/ escarabajo antiguo, dice, (…) no olvides reproducir la flor”.
Así es este libro, vital, existencial. Signado por el ansia de abarcar, de alcanzar el universo en todas sus manifestaciones aun sabiendo que nada nos pertenece, que incluso eso que viene hacia nosotros, en su propio movimiento de acercarse, ya no es.
«Deja que todo se desgaje», nos dice la poeta pero al mismo tiempo insiste: “Y sin embargo floración entre los ojos”
A través de un lenguaje pródigo y sonoro, el yo de este libro se involucra, se brinda, va al rescate: “Claro que alimentaré luciérnagas abandonadas”, anuncia. Y el mundo se llena de pequeñas iluminaciones. “Ahora llegarán quienes se alimenten de mí/ Y sobrevivan el hambre de mantenerse vivos”, avisa después. Y nos hace parte de esa avidez, de esa batalla.
Este libro nos viene a decir que aquello que se alcanza, se alcanza – antes que nada- adentro, en el universo sensorial y simbólico que somos, en nuestra propia percepción. Y en ese espacio de libertad – que es el de la poesía -, se suspende la imposibilidad.
Nos habla también de ir hacia aquello que el fluir automático de la vida soslaya. De mirar “cuerpos encendidos en plenitud de buscarse”. De encontrar alimento donde parece no haberlo (en “caracoles antiguos disecados al sol de la tarde”). Nos habla de la distancia, de la incertidumbre. Y nos hace saber que ahí crece la vida.
“Si las agallas para morder un anzuelo me acontecieran”, dice Carolina. Y claro que acontecen. En esta mansedumbre la poesía es bella y triste. Viene con su carga de perturbación, implica el valor de aceptar. Pero también trae la dicha de saber que se ha estado, se ha procurado el mundo, se conoce el impulso del ansia, la aproximación del decir. La valentía de morder el anzuelo y el capricho de alimentar luciérnagas. Todo eso vive en este libro y en el mundo poético de Carolina Massola. El desafío de la calma, el destello de la floración. El “Objeto desconocido” que se busca, se persigue. Ese es su alimento y es el alimento que nos da, generoso, para viajar, “para remar el río”, tal como ella dice, “para buscar otras costas” donde su remo quiera descansar.
Ana Lafferranderie
Bs.As., 23 de mayo 2014