Buenos Aires - 2016
68 páginas / 14 x 20
ISBN 978-987-3760-57-0
La pequeña diferencia
las causas del desconcierto, por Fernanda Mugica en Otra Parte
Como ―suponemos― ocurre en los sueños, hay en Las causas del desconcierto una arquitectura que se sustenta en la plena materialidad de las palabras. El libro se abre con una advertencia: no trates, “porque no hay nada que encontrar detrás de todo esto”. Igual que en la música, todo está ahí, justo en lo que se percibe, parece querer decirnos la nota del epígrafe: en el juego con las formas y con el sentido, en el paso del español al inglés, al alemán, al francés, y en el sonido como único factor de peso en la elección entre lenguas (“El telegrama de rechazo fue redactado / […] lo más diplomático imposible / Queremos hacer cosas lindas. Cantar, por instancia. / Pero no siempre. No siempre / sale todo bien”). Por vecindad sonora o porque así lo exige la voz que habla en el poema, las lenguas extranjeras abren su propio juego. Sin embargo, ese juego no acaba en sí mismo: “a la hombre le sobra mucha sombra”, y es en el lugar de este théâtre d’ombres donde el efecto ―óptico y musical al mismo tiempo― se realiza. Los juegos de palabras, las combinatorias ―“tan posibles como es real”, dirá en el poema “La forma”― traman un tejido en que “el hilo no se corta nunca, se va deshilando cada vez más” y, al mismo tiempo, teje: hilo con hilo, imagen con imagen, relato con relato.
Entonces, en las tres partes que componen el libro ―“La brevedad”, “La levedad”, “Y otras fallas aparentes”―, los paisajes de palabras y sonidos vienen a habitarse con “los edificios hechos de vocales consonantes, de chasquidos / de la lengua, del sabroso repetir de una palabra”. A veces hay lugar para lo oscuro, como si una incomodidad de época nos hablara con tono mordaz de lo siniestro y, al mismo tiempo, respondiera con ironía a sus imperativos: “Hay que ir al fondo: bailar hasta desmayarse, / como en los bailes del tun, / gritar hasta la ronquera, golpearse hasta morir, / trazar círculos con la propia sangre, o venderla / (uy, sí): empezar a sangrar de inmediato”. Otras veces, el espacio del poema es el de la abstracción, que también es paisaje, con formas, ángulos y signos mayores, como en una pintura de Rufino Tamayo. Pero en todas sus versiones, el poema no deja nunca de ser espacio de la voz, que Iriarte presta “para que suenen todas las canciones”. Como en los cuicacalli de los aztecas, casas de los cantos y pinturas, el lenguaje en este poemario es el lugar de lo sagrado, la casa que guarda los sonidos, el ritmo, como símbolo de los espíritus “que alguna vez tuvieron los muertos y ahora reposan en su casa final”.
Citas, menciones, reflexiones lingüísticas. Voces populares, referencias académicas, descripciones de murales o fotografías. Lo excepcional de este libro está en el modo en que conjuga el refinamiento de la forma ―la precisión y la elegancia― con la irreverencia. Como si la descomposición de las partes de la máquina, el cuerpo que constituye Las causas del desconcierto, no pudiera ser sino meticulosamente irreverente. Porque hay palabras urgentes y porque ―como le ocurre a Dalmacia Ruiz en el primer poema del libro― ni toda la miseria del mundo podría borrar esa línea de poesía que quiere ser leída. La advertencia primera acompaña la lectura, resuena en ella y, sin embargo, la pregunta comienza a formularse: ¿qué es lo que está detrás de todo esto? El mismo texto instala la cuestión que había negado al comienzo. Imposible no indagar en las causas del desconcierto. Porque la voz de Iriarte actúa como esa “revelación inminente”, esa epifanía que se convoca por un instante, porque quizás así suena ―o sueña― el lenguaje mismo. Tal vez sus versos hagan resonar en nosotros un ritmo, un tono, una vibración, o apenas un soplo, una frecuencia, de esa materia de la que están hechos los sueños.
REVISTA OTRA PARTE
Sobre las causas del desconcierto, en Indie Hoy
La mejor poesía argentina se viene escribiendo sutilmente, con paciencia y de modo casi secreto. La obra de Fabián O. Iriarte es muestra de una voluntad abierta al uso vanguardista del lenguaje musical y sensorial. Las causas del desconcierto (Zindo & Gafuri), su último libro, revela los procedimientos internos, los vastos mecanismos que explicitan una poética ambigua, multirreferencial, de lejanos ecos gongorinos. Rica por lo deliberado de sus construcciones, cada verso adquiere nuevos y peculiares significados. De este modo, el rigor formal anegado por referencias a escrituras antiguas, a lenguas extranjeras, a pasajes surreales, entretejen una respiración en constante cambio.
-¿Qué hilos vinculan los versos de este poemario?, ¿por qué?
-Nunca tengo un plan de la estructura de un libro de poemas previo a su escritura. No me propongo escribir “libros”, sino poemas individuales. A lo sumo, escribo series breves de poemas vinculados por un tema, una imagen, un leitmotif, una frase. Sólo cuando hay una posibilidad de publicar un libro, pongo en orden los poemas sueltos, tratando de buscar alguna relación o coherencia que no tenían (o yo ignoraba que tuvieran) en su origen. En el caso de Las causas del desconcierto, recordé el desconcierto que algunos de mis poemas solían provocar en algunos/as lectores/as, según sus comentarios, y también mi propia sensación de perplejidad ante cosas, objetos, personas, acontecimientos, que están en la base de los poemas. Esto me dio el título del libro. Me pregunté qué “causas” tenían, o podrían tener, estos desconciertos, que pueden interpretarse doblemente: como señales de un “arte poética” y como una lista (incompleta, seguramente) de cosas que provocan confusión.
-Es interesante ver cómo todos tus poemas resultan diferentes entre sí. Es decir, poemas entendidos como objetos individuales. Algunos se articulan a través de una estructura más narrativa, otros siguiendo un pulso dialogal… La respiración puede variar, casi siempre. ¿Qué importancia le das a la forma del poema?
-En cada poema, trato de usar una tipología textual ya existente (diálogo, narración, definición, etc.) que corresponda al tema y al sentido del texto que estoy escribiendo. Si ese tipo textual no existe, lo invento. (Espero que esto no suene demasiado inmodesto). También es divertido jugar con la colisión entre el tipo de género esperado (según convenciones y expectativas fijas) y el inesperado: la combinación sorpresiva entre forma y tema, entre tono y sentido que no corresponden, o parecían no corresponder, hasta que los combiné. La respiración es el alma del poema.
-Tu erudición me recuerda un poco a Gerardo Deniz. Amplia, inquietante. ¿Qué función tiene en tu poética la precisión de la palabra en relación al conocimiento?, ¿por qué?
-Leo a Gerardo Deniz desde que encontré poemas suyos en la antología Medusario: Muestra de poesía latinoamericana (FCE, 1996); me gusta mucho su obra. C. E. Feiling (otro poeta que admiro) escribió un ensayo en la revista mexicana Vuelta (diciembre de 1990), en el que afirma que Deniz “escribe poemas – problemas, circunstancia que vuelve perspicua y urgente la necesidad de interpretar”. La erudición me parece importante, pero es un concepto relativo: generalmente se la asocia a determinados conocimientos (la tradición poética, las lenguas extranjeras, la mitología antigua), pero la verdad es que hay tantas formas de erudición como hay campos del saber. Me gustaría, por ejemplo, saber mucho más de biología y anatomía, de fauna y flora que lo poco que creo saber. En cuanto a la precisión de la palabra, también es relativa; en general, se la vincula con el significado (la dimensión semántica), pero una palabra también puede ser precisa en otros sentidos. Puede haber una precisión fónica, por ejemplo, en las palabras con fonemas que resultan perfectos para un verso determinado. Si no fuera así, ¿qué haríamos con la ambigüedad? En el ensayo antes mencionado, Feiling cita esta frase de Arte e ilusión, de E. H. Gombrich, referida a una escuela pictórica de la década de 1950: “la ausencia de cualquier significado, excepto el significado altamente ambiguo de los trazos”. Entonces, la imprecisión es estéticamente útil.
-Me gusta en particular tu poema “La insignificancia”, porque en él establecés una forma de observación. Leemos allí: “Lo insignificante no es lo mínimo. / Es lo censurable, lo que la selección ha vuelto / diminuto. Queda atrás, pero es imposible / que no signifique nada.” Algo análogo se da con el cosmogónico “La pequeña diferencia”. ¿Siempre el poema es una oportunidad para redescubrir al mundo, re-significando el sentido a su realidad?
-Son dos poemas que me gusta haber hecho. Al escribir “La insignificancia”, pensaba en los conceptos de punctum y studium, que Roland Barthes usó en sus ensayos sobre fotografía en La chambre claire (1980). Las nociones de “significativo” e “insignificante” son subjetivas: cada persona aplica esos adjetivos según sus escalas de valor; a veces, inclusive, según la ocasión, según un interés específico en un momento determinado. En cada poema se establece una forma de observación cuidadosa. En “La pequeña diferencia” quise establecer, tanto en el sentido de poema como en su estructura, una cadena de causas y consecuencias, una serpiente ouroboros, teniendo la imagen de la “esfera infinita” de Pascal en mente: el centro en todas partes, la circunferencia en ninguna. Pero elegí una escena (casi teatral) que sugiere un lugar sórdido y un asesinato, como si muerte y azar fueran el comienzo y el final de toda cosmogonía.
-Cuando leí “La decisión”, inmediatamente pensé en el suicidio de Virginia Woolf. ¿Podríamos vincular sus versos dramáticos con aquella circunstancia acaecida durante la Segunda Guerra Mundial?
-Virginia Woolf siempre ejerció mucha fascinación sobre mí, desde que comencé a leerla, en las clases de Literatura Inglesa de la profesora María Angélica Álvarez de Mónaco, en la UNMdP. Sus novelas Mrs. Dalloway, The Waves, To the Lighthouse, y la elegíaca Jacob’s Room son mis preferidas, verdaderos poemas en prosa (“lyrical novels”, como las llamó Ralph Freeman). El suicidio de Woolf, con el detalle de las piedras, que sugiere lucidez y minucia en el centro de una decisión extrema, es una imagen que me ha frecuentado. El suicidio y el asesinato son actos enigmáticos y poéticos: en vez de la creación de un objeto (el poema), son la eliminación o aniquilación de una entidad ya existente. ¿Cómo se llevan a cabo? ¿Por qué? A T. S. Eliot le envidio, no The Waste Land ni Four Quartets (es una envidia modesta), sino su poema “Sweeney Among the Nightingales”.
-Hay en tu registro una fuerte presencia en torno a los juegos de palabras. Las aliteraciones, las rimas, los ritmos… ¿Son ellos lo primero que aparece al querer escribir un nuevo poema?
-El sonido es el cuerpo de poema. Me encantó hallar en el capítulo titulado “Poetics of the Lyric” (del libro Poética Estructuralista, de Jonathan Culler), la siguiente definición de poema: “El poema es una estructura de significantes que reabsorben el significado”. Me sugiere un objeto hecho de aire y sonidos. Esta definición va en dirección contraria a la de la percepción común del poema como un texto que contiene un “mensaje” que habría que “descifrar”. El sonido no es lo primero que aparece, desencarnado, cada vez que empiezo a escribir. Voy cincelando, tallando, limando esa escultura que es el cuerpo del poema (perdón, otra metáfora) hasta que sentido y sonido sean (parezcan ser) lo mismo. Es lo más difícil.
-Pregunta para la crítica, pero que en realidad, de todos modos, me gustaría hacerte. ¿De qué modo pensás que tu poesía difiere de las otras?, en otras palabras, ¿considerás la originalidad como valor positivo?
-Nunca pienso en mis poemas en relación con los poemas de otros escritores. La originalidad no me parece un valor absoluto. Dar clases de literatura inglesa (medieval y renacentista) y norteamericana (contemporánea) y de literatura comparada me ha enseñado el modo en que los escritores de estos períodos usaban las tradiciones, con el resultado de que valoro la originalidad relativa: cómo se pueden combinar temas, imágenes, géneros, formas y palabras ya usados de una manera nueva, que produzca especies nuevas.
-Hay en esta colección dos piezas en prosa: “Los gemelos” y “Está bien y vive en Lobería”. ¿Por qué?
-Incluí esas dos piezas en prosa por varias razones: para dar cierta variedad al libro, con la irrupción de otros tipos textuales, como la narración breve; porque estaba experimentando con la prosa y el poema narrativo; y porque había empezado a escribir “poèmes en prose” breves para otro libro que está inédito.
-Hay un gesto verdaderamente osado en este libro. Varios de tus poemas llevan como título citas en otros idiomas como en alemán y francés, sin ser traducidos a nuestra lengua. Parece algo minúsculo, pero no lo es. ¿Qué gana el poema con esta gesta solipsista?, ¿por qué?
-Varias veces me han reprochado el uso de idiomas extranjeros en algún epígrafe (incluso en el cuerpo del poema). No hice caso de esos reproches, salvo una o dos veces, cuando la inteligibilidad del poema, su integridad, se vería afectada si el/la lector/a no entendiera ese epígrafe o esa cita. Me gusta generar dos lectores del poema: uno/a que entiende el epígrafe (o la cita) y otro/a que no lo hace; de ese modo, estoy generando dos lecturas del mismo poema. Al escribir un poema lo estoy escribiendo, en principio, para mí (para que a mí me guste, así después puedo darlo a leer a otra persona). En ese momento, el verso en alemán, la cita en francés, el epígrafe en italiano no son palabras extranjeras. En ese momento, todo lo que escribí ha perdido su extranjeridad; se ha convertido en algo necesario para mi poema. El idioma no es sólo sentido; también es sonido. En general, el sonido es lo que privilegio cuando dejo las palabras en idioma foráneo. Si no, quiero que se sienta el extrañamiento, que algo resulte poco familiar, inclusive ajeno o ininteligible. Otras veces, la formulación de una idea o imagen es tan adecuada (en su sintaxis, en sus sonidos, en sus vocablos) en otro idioma que, aun cuando podría traducirla, no lo hago. No se trata de un gesto solipsista, sino de lo contrario: de una invitación a abrirse camino, de ir hacia otros mundos (lingüísticos, fónicos, de la imaginación, del pensamiento). Si el poema pierde en vez de ganar, quizás esa sea también una cualidad de la escritura: ¿o es que siempre entendemos el 100% de lo que leemos o escuchamos? Me gusta poner en evidencia esa escena de la pérdida: otra causa de desconcierto. Si el desconcierto suele ser involuntario, en este caso es efecto de un gesto voluntario; lo creo como estrategia.
-Más allá de lo obvio, ¿de qué modo impartir clases de Literatura Inglesa y Norteamericana, y en especial, Literatura Comparada, en una universidad, ayuda a fortalecer y estimular tu obra poética?
-Dar clases de literatura ha sido y sigue siendo indispensable para mi práctica de escritura. Lo digo como una evaluación, desde una mirada retrospectiva, no como algo que fue planeado desde el principio. ¿Por qué? Por las reacciones de los/as estudiantes frente a los textos, por la preparación que hace falta para dar una clase, por las conversaciones con colegas de la misma asignatura y de otras asignaturas, por la elección de modos de presentar un mismo texto, de explicarlo, de describirlo, de analizarlo. Antes de convertirme en profesor, fui estudiante de la carrera de Letras. Por estas dos etapas, he aprendido a ver los procedimientos internos, los mecanismos que rigen la escritura, las combinatorias posibles e infinitas. No creo en los que dicen que estudiar Letras les arruinó “el placer de la lectura”, la jouissance; si se sabe qué ir a buscar en esos estudios, qué aprovechar de esos análisis, entonces no hay riesgos. No se trata de despanzurrar los textos como un sapo o una paloma en la clase de biología: “Split the Lark –and you’ll find the Music”. Al escéptico Tomás, que exclama “The Tune is in the Tree”, Emily Dickinson le responde: “¡No, señor, la melodía está en usted!” Le hago caso.
-Un caso hipotético, Fabián. Si debiéramos prescindir de uno de estos tres poetas norteamericanos: William Carlos Williams, Ezra Pound, o e. e. Cummings, ¿cuál sería, y por qué?
-No me imagino la ausencia de ninguno de estos poetas (ni de otros/as, como Marianne Moore, Anne Sexton, Elizabeth Bishop, Sylvia Plath, Emily Dickinson o Jorie Graham, o de poetas de otras tradiciones, como la italiana, la francesa, la portuguesa, la alemana) ni siquiera como hipótesis. No puedo imaginar, por ejemplo, la falta del verso triádico de Williams, de la sintaxis de Cummings, o de la poética ideogramática de Pound. Cada poeta contribuye con su pequeño aporte; una vez hecha la contribución, es imposible pensar en su falta.
-Desde el punto de vista escritural: ¿en qué medida las vastas lecturas te disuaden transitar por zonas ya ensayadas?, ¿por qué?
-Al escribir, jamás pienso en zonas transitadas ni en caminos nuevos, pero seguramente cada poema avanza por una u otra de estas dos direcciones. La zona transitada puede transformarse en camino nuevo: un juego intertextual (combinatorio, citatorio, alusivo, a veces hasta plagiario), con textos de existencia anterior; un juego que cree nuevas, que rompa viejas reglas; un juego que sea sorprendente, vigoroso y renovador, vuelve posible y feliz esta paradoja de la poesía.
-¿Qué estás escribiendo actualmente?
-Como de costumbre, tengo varias “carpetas” o secuencias de poemas que inicialmente estaban sueltos (porque así los escribí) y que he puesto en un ilusorio “orden”. He enviado algunos a concursos de poesía; otros, a editoriales. Siempre recuerdo el consejo de Alejandra Pizarnik, que dio en un reportaje: sólo enviar poemas a concursos que, como premio, ofrezcan dinero (para poder publicarlos) o, más directamente, su publicación en libro. Debido a que los concursos exigen anonimato, guardo silencio al respecto. Por ahora.
-¿Cuál es tu álbum de música favorito? ¿Por qué?
-En lugar de álbumes enteros, suelen gustarme canciones o composiciones sueltas. (Es la misma lógica que la de mi modo de componer poemas). Quizás por mi carencia de educación musical formal, a veces me gusta lo que a personas más exquisitas, melómanas, les parecería “basura”, pop, o canciones malas. Como estoy seguro de lo que me gusta, no me avergüenzo ni me arrepiento. Me encanta la poesía fría y materialista de Lana del Rey, por ejemplo. O la canción (¡y el video!) de “Toxic”, por Britney Spears, así como la versión que hizo Yael Naim. Como me gustan Ismael Serrano y Julieta Venegas. No hay lógica en mi gusto, ya lo sé. A pesar de todo, entonces, podría mencionar dos selecciones: (1) Love and War (2009), de Daniel Merriweather, y (2) Breakfast on the Morning Tram (2007), de Stacey Kent. De Merriweather supe por primera vez cuando lo vi en un video haciendo un cover de la canción de The Smiths, “Stop Me (If You Think that You’ve Heard This One Before)” (1987) que no pude dejar de canturrear durante bastante tiempo. Mark Ronson había hecho los arreglos, de modo que fui a comprar su álbum, Version (2007), y me llevé la sorpresa de que todos los temas eran de antología; y estaba Amy Winehouse, con “Valerie”. A Stacey Kent la conozco gracias a mi amiga Aagje, ex compañera de estudios en la Universidad de Texas en Dallas. Cuando la visité en 2014 en Bruselas, me habló de esta cantante, y en una disquería de Brujas encontré su álbum. ¡Sorpresa! Tenía canciones escritas por Kazuo Ishiguro, el novelista nipo-británico, por Serge Gainsbourg, por Vinicius de Moraes… Me encanta la exquisitez de las fusiones de cool jazz, la chanson francesa y el ritmo brasileño / tropical.
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