Buenos Aires - 2015
78 páginas / 14 x 20
ISBN 978-987-3760-34-1
III: semillas de cardo
te quedaste
en un servicentro
haciendo crucigramas
comiéndote las uñas
como semillas de cardo
el viento nos expidió
en distintas direcciones
el sol se puso
me acurruqué en el pasto
mientras camioneros
contaban bichos
reventados en el parabrisas
como si fueran señales
de algo mejor
Manchas de humedad, por Rodolfo Reyes Macaya en Revista Intemperie
1. Quise detenerme en el momento en que uno toma aire para contar algo y no cuenta nada. Mis días son señales de humo sobre este colchón, donde escribo una serie de notas que voy pegando en la pared.
2. Mis sábanas tendidas al sol lucen agujereadas por el pucho. Hoy me desperté con una erección. Es domingo. El ficus está mustio y la ropa, sucia. Nerón tiene pulgas. No siempre viví de este modo. Me acuerdo cuando el presente era la monotonía perfecta de mi nombre, susurrado torpemente para levantarme y ponerme la ropa.
3. Hay una historia. Empieza mal. Habrá un repunte tarde o temprano ¿Quién promete un final feliz? Me dejaron con el propósito de cuidar a Nerón. Quise irme y dejar diminutos recuerdos a mi paso. Pude haberme ido. Mis amigos a veces mandan sus poemas. No los leo. Necesito mantenerme a flote.
4. Olvidé casi todo de mi pasado del mismo modo en que se olvidan las promesas susurradas durante una mala noche. Eso sí, tengo ideas generales. Creía saberlo todo pero no sabía qué significaba un taxista que sueña una cama sin hacer.
5. Acepté cuidar a Nerón para remontar el frío o simplemente porque aquí podía estar quieto mientras el viento golpeaba las ventanas. Quedan dos paquetes de fideos en la despensa. Arrastro mis pies. Me agazapo entre las cortinas. Miro por una ventana. Las cosas brillan empapadas por la lluvia. Veo a mis vecinos. Irene y Marcelo. Una vez tocaron a la puerta. No quise dejarlos entrar. Hacerlo habría sido evidenciar mi condición de jaiba que huye del tsunami. Conversamos afuera. Marcelo intentó estrecharme la mano. Dijo que era veterinario y que tenía su consulta a sólo tres cuadras. Irene habló poquísimo. Ya sabes, cualquier cosa que necesites, etc.
6. Ante la escasez de acontecimientos a veces preparo mi mochila. Es un simulacro. Cocino fideos. Es el último paquete y lo único que como. Miro las partículas de aceite que se adhieren hasta formar una sola gota.
7. Intento no moverme. No bañarme. Observar una pared es suficiente. Rasguño el envoltorio del paisaje. Creo haberlo visto todo a través de ella. Cuando me aburro de la pared, está la ventana. Miro entre las cortinas ¿Qué veo? Niños jugando ¿A qué juegan? Es otoño. Aplastan las hojas. No oigo el crujido. Se ríen. Corren en círculos. De pronto Marcelo, el vecino, aparece en escena y me dirige una mirada desde la calle ¿Me ve? Supongo que no. Se hurga la nariz. O tal vez me ve y hace ese gesto para despistarme.
8. Se acerca el invierno. En la cocina hay hormigas. Me acuerdo de un cuento indio. Un cuento indio de la India ¿Cómo lo aprendí? Me lo contaba mi mamá. A ratos intento recordarlo ¿Cómo era? No me acuerdo. Aparecían hormigas. No importa.
9. Nerón está enfermo. Paso horas en el colchón. Clavo mi vida sobre manchas de humedad. Veo una playa desierta en la pared, un cielo salpicado por nubes.
10. Hoy me acordé del cuento indio. Era más o menos así. Indra, el rey de los dioses, está en el apogeo de su poder. Es el dueño del mundo. Es codicioso. Comete injusticias. Alguien se queja ante Brahma, un súper dios, tan grande que no tiene pertenencias. Una mañana Brahma visita el palacio de Indra. Quiere darle una lección. Está vestido de mendigo. Indra no lo reconoce. Brahma pregunta: ¿Por qué te afanas tanto si el mundo nace y muere una y otra vez? Cada una de estas hormigas fue un Indra antes que tú. Incluso yo, Brahma, cuando muera volveré a ser una hormiga o –quién sabe –un Indra.
11. No me acuerdo cómo sigue. No sé por qué intenté contarlo. Verdad. Las hormigas. Nerón, enfermo, las ve pasar. Una hormiga es todas las hormigas transitando de un desierto a otro. Me gustaría saber lo que significa. Mi mamá nunca me lo dijo.
12. Me recostaré. Nerón está cada vez más enfermo. Tiene fiebre. Jadea. No hay modo de hacer que la nada se retraiga, pero su dolor podría desaparecer si vamos juntos al veterinario.
13. Tengo que salir. No quiero hacerlo. Quiero quedarme en casa mirando mis pies, distintos calcetines, confesándome que el perdón difiere del olvido.
14. Meto a Nerón en una mochila que me pongo hacia adelante. Él asoma su cabeza. Es invierno. Son sólo tres cuadras hasta la veterinaria. En el kiosco de la esquina, tomo nota, me comeré un pancho con papitas.
15. Se pueden pensar muchas cosas mientras uno camina contra el viento cargando un perro en la mochila.
16. Marcelo, el vecino veterinario, está fumando afuera cuando llego con Nerón. Entramos. Lo examina. Hace un diagnóstico rápido. Me palmotea la espalda. Habla de las bondades de la eutanasia. Dice que no hay otro camino. Me encojo de hombros. En una jaula hay un gato pelado. También hay un terrario con luz ultravioleta donde duerme una tortuga. Marcelo prepara la inyección. En la radio suenan los Beatles.
17. Quise detenerme en el momento en que uno toma aliento para contar algo y no cuenta nada. Finalmente no pude resistir a la tentación y terminé contándolo todo. Da lo mismo. Más tarde cavaré un agujero en el jardín. Aunque esté pálido y me duela la garganta, enterraré a Nerón. Luego, por si las moscas, adoptaré a otro perro. Tal vez un gato. Nadie notará la diferencia.
18. No me muevo del colchón. Tengo botellas alrededor para ir al baño. Esto es una explicación innecesaria. Mensajes dibujados con el dedo sobre el vidrio. Lo cierto es que voy a tratar de moverme lo menos. Desde mi ventana se ve un ciruelo en sus primeros brotes.
19. Ayer, luego de enterrar a Nerón llamaron a la puerta. Era Irene, la vecina o una versión ojerosa de Irene, la vecina. Entró a la casa. Hizo un gesto con la nariz. Me dijo que vivía como un chancho. No le discutí. Preparó unos mates. Me pidió que la acompañara a un lugar al día siguiente. Pero primero, báñate, me dijo.
20. Leo para matar el tiempo o lo hago porque es lo único que sé hacer. Leo los viejos libros de mis amigos que se fueron y me dejaron a cargo de su perro. Leo sobre Czapski. Artista polaco y capitán de caballería durante la Segunda Gran Guerra. Capturado por los soviéticos, dio conferencias sobre Proust entre los piojos del Gulag. Carecía de un ejemplar de En busca del tiempo perdido (que había leído durante una convalecencia por el tifus) y entonces habló de memoria sobre un libro que trataba sobre la memoria.
21. Más tarde vino Marcelo. Trajo la tortuga que vi en la veterinaria, embalada en una caja. Está hibernando, dijo, es para vos. Lo hice pasar a la cocina. Miró a su alrededor. Tras encender un cigarro, mencionó a Irene. Le acerqué un cenicero. No comenté que Irene había estado sentada en esa misma cocina hace unas horas. Está rarísima, dijo. Me preguntó si podía hablar con ella. La vi una vez, nomás, le dije. No importa. Ella piensa que sos un pibe macanudo.
22. En honor a un viejo cantante de cumbias que murió durante la epidemia, la tortuga se llama Plinio.
23. Me baño. Es reconfortante sentir el agua caliente bajando por mi cuerpo. Me afeito. Irene llama a la puerta. Me demoro en abrir. Cuando lo hago, ella está al volante de un Peugeot. Tomo a Plinio y lo meto en mi bolsillo. Me subo. El auto arranca. Hay pocas nubes en el cielo.
24. El paisaje se despliega como la proyección de una película. En la radio pasan bossa nova. Tomamos la carretera. Aunque vayamos a más de 120 kph, me parece que no nos movemos.
25. Luego de cuatro horas, llegamos a la costa. Hace frío. Irene detiene el auto frente a la playa. Se baja. El viento le desordena el pelo. También me bajo. Caminamos hasta que el sol se pone. Nada decimos.
26. Regresamos al auto de noche. Siento el caparazón de Plinio en el bolsillo. Me siento bien. Me duermo. Cuando despierto ya estamos en la ciudad. Estoy seguro de que va a llover. Hace calor. Irene estaciona el auto.
27. Al día siguiente recibo la visita de Marcelo. Lo hago pasar al living. Desocupo una silla atiborrada de libros. Se sienta. Luego me dice temblando que tuvo que sacrificar a otro perro. No sé qué decir. Se queja de perder su sangre fría. También se queja del silencio obstinado de Irene. Me dice que llegó tarde anoche y la encontró en el living, sentada en el sofá con las luces apagadas. Tenía sabor a sal cuando la besó.
28. Le escribo a Marcelo: Donde nací solían poner cuerdas cuando arreciaba la tormenta. Supe de un hombre que nunca se recuperó de que las ráfagas se llevaran a su perro.
Después, rompo el papel.
29. En la noche pienso en Irene. Pienso en Nerón. Pienso en los amigos que no volvieron ¿Hablé de ellos aquí? Van leer estas notas cuando lleguen a casa y yo no esté. En el que más pienso es en Santos. A veces llegan sus cartas ¿A quién se le ocurre mandar cartas hoy en día? Las voy apilando, sin abrir, sobre la heladera.
30. Plinio duerme en su cajita mientras leo viejas enciclopedias en voz alta. Leo cualquier cosa al azar. Por ejemplo, leo la historia de Puyi, el último emperador de China. Leo que tras la revolución Puyi fue reeducado. Podaba plantas en el jardín botánico de Beijing durante el régimen de Mao Tse Tung.
31. Irene vino a verme. Me trajo un libro de regalo. Dijo que era suyo. Es decir que lo había escrito ella. Le dije que lo iba a leer, pero no es cierto. Se llama Manchas de humedad. Es casi inexistente. Dijo que era una historia sin atractivos, sonando como el crujir de una rama en un bosque donde no hay nadie.
32. Hoy quiero dejar pasar las nubes. Cartografiar el vuelo de una polilla. Por lo menos hasta que llegue el verano. Después me iré de este lugar y algún día seré totalmente mudo.
Este relato fue publicado con el título Es suficiente mirar una pared en el libro La proximidad del Tsunami. Zindo & Gafuri. Buenos Aires, 2015.
La escritura vino como una manera de cartografiar el camino, Entrevista en El guillatún
Rodolfo Reyes Macaya (28), es un escritor chileno nacido en Punta Arenas. Titulado de Historia del Arte en la Universidad de Chile, en 2013 agarró sus cosas y se fue a Buenos Aires, Argentina, para realizar una maestría de Estudios Literarios en la UBA. Fue en la capital del país trasandino donde publicó su ópera prima, La proximidad del tsunami (Zindo&Gafuri Ediciones, 2015) libro de una infinita sensibilidad que transita entre la narrativa y la poesía, y que nos presenta a un personaje sumamente contemplativo, en momentos incluso abúlico, a quien le basta con mirar una pared o un árbol desde su ventana: «La serenidad, repites / es escribir algo en la arena / Dejar / que el viento lo borre».
Detrás de la sensación de algo que va a suceder pero no sucede, y de este «no hacer» que Reyes Macaya plasma en La proximidad del tsunami, «hay una crítica al hedonismo y el consumo de una supuesta generación que es incapaz de vivir de otra manera que no sea en búsqueda constante de estímulos exteriores (…) una generación de hombres y mujeres superfluos», explica el autor, quien también cuenta que puede pasarse días recluido sin hacer mucho, y quien hace poco estuvo laborando como cuidador de nogales en el campo.
Hoy en día de vuelta en Santiago, Rodolfo se encuentra trabajando en dos cuestiones, principalmente: su tesis de posgrado (Nada para ver: relaciones entre el cuadrado negro sobre el fondo blanco de Kazimir Malévich y el Bartlebooth de Georges Perec), «algo edificantemente inútil», según sus palabras, y en una novela que planea terminar a fines de este año, la cual «a grandes rasgos es un homenaje a todos los osos polares que mueren en Sudamérica», dice.
—¿Cómo se desarrolla tu relación con la literatura?
—A leer, empecé tarde. Aún más tarde empecé a escribir. Pasé toda mi infancia huyendo de los libros. Odiaba el colegio, y los libros «literarios», al menos en casa, constituían una imposición escolar. No así los libros de divulgación científica. En realidad, enciclopedias especializadas en animales e insectos y cuestiones del espacio. Esa las leía. Recuerdo que en la casa de mis abuelos había una enciclopedia de animales. Podía estar durante horas frente a ella a escondidas sin sentir el peso del tiempo. La literatura propiamente tal, aunque el concepto se desdibuja, empezó a interesarme en la adolescencia, esa reestructuración completa del mundo, donde se pierden las primeras batallas y suceden cosas indecibles. Tenía dieciséis años y no lo estaba pasando bien. La lectura de cosas como novelas y poemas se desarrolló en ese entonces. La escritura vino mucho más tarde, como una manera de cartografiar el camino.
—La proximidad del tsunami es un libro fragmentado que incluye poesía y narrativa. ¿Cómo lo clasificarías?
—La proximidad es un libro aparentemente inclasificable, que propone una hibridación de los géneros literarios, particularmente de la poesía y la narrativa, al mismo tiempo en que se despliega como una suma de fragmentos, o más bien restos y apuntes para conformar un libro que no vendrá.
—El personaje que habla en La proximidad deja la sensación de imposibilidad de movimiento, de la capacidad, quizás, única de mirar una pared o sus propios pies con calcetines impares. Es un personaje, sin duda, contemporáneo, sobrepasado por la ciudad y la abulia. ¿Existe un ánimo de crítica en el libro respecto a esta característica ermitaña y desinteresada de tu generación?
—El personaje de la segunda sección del tríptico, aquella que fue titulada «Es suficiente mirar una pared», reelabora las propuestas de Ivan Goncharov, en su novela Oblómov, donde el homónimo personaje destaca como ejemplo de indolencia y desidia. Es un personaje que prefiere no hacer y ve pasar las cosas frente a él, incapaz de inmiscuirse en ellas. También hay una crítica al hedonismo y el consumo de una supuesta generación, que es incapaz de vivir de otra manera que no sea en busca constante de estímulos exteriores, que es incapaz de mirar simplemente una pared y estar consigo misma, una generación de hombres y mujeres superfluos.
—¿Cuánta autobiografía hay en lo que escribes?
—Hay ciertos elementos autobiográficos, si bien completamente deformados, en los textos que he escrito. A menudo estos elementos funcionan como puntos de partida. Son recursos para enfrentarme al cliché de la página en blanco. A fin de cuentas, tomo lo que tengo a mano, como cualquier persona. Por ejemplo, hoy por hoy vivo en el campo y cuido una plantación de nogales. Desde que estoy aquí he hecho algunos relatos breves donde se repite un personaje. Este personaje vive en el campo y cuida nogales, como yo, pero es completamente diferente a mí, su vida tiende hacia otros derroteros. Esto me divierte. Muchas veces hago personajes para reírme de mí mismo, sobre todo cuando estoy atravesando procesos de indolencia. También me divierte el malentendido, y la primera persona hace que muchos lectores confundan la figura del narrador con aquella del autor. Creo que esta confusión se da por una necesidad y búsqueda frenética de lo real en nuestros días.
—¿De qué trata tu nueva novela?
—A grandes rasgos, la novela es un homenaje a todos los osos polares que mueren en Sudamérica, contrapunteado por un personaje que podemos llamar X. Luego de vivir un año con su abuelo en el sur de Chile, X regresa a Bs.As. para asistir al estreno de un documental sobre Winner, el oso polar del zoológico de Palermo que murió por las altas temperaturas del verano porteño 2012. X es músico. Ha compuesto el soundtrack del documental. Tiene una serie de conflictos con su pasado y la certidumbre de que cada episodio de su vida es el paréntesis de algo que se le escapa. En Bs.As. se reencuentra con Olivia, su ex novia y directora del documental y los esféricos hermanos Buxtos. Hay algo desesperado en cada uno de ellos. De algún modo, realizan actividades creativas y creen ser especiales, pero son tipos que hoy en día puedes ver producidos en masa. Son ridículos y he querido reírme, pero no he podido dejar de encariñarme, porque tenemos una especie de destino común. Además, son seres maravillosos al borde de la autodestrucción.
«PUEDO VIVIR CON MUY POCO»
—¿Cuál es tu meta como escritor?, ¿cómo te ves de aquí a veinte años?
—No quiero cargar mi vida con mucho peso. Mi única meta como escritor es escribir. ¿Escribir sobre qué? Es una pregunta importante y sin embargo secundaria. Podría escribir sobre el viento puelche que azota los coigües, sobre los desastres de una guerra que nunca he vivido, sobre el amor entre hombres que se hacen matar por nada en el desierto, sobre personas sencillas que son en realidad personas excepcionales, o podría escribir sobre nada, como quería Flaubert. ¿Escribir cómo? He probado diversos registros. Cada texto responde a esta pregunta de una manera diferente y en esa diferencia radica su valor. Por otra parte, dentro de veinte años, espero tener la dentadura indemne, el hígado aún dando la pelea y las piernas sanas para continuar la fuga.
—¿Para ti existe la inspiración?
—He sentido el vértigo y la gracia al momento de alinear palabras. Han sido momentos excepcionales en los que se modificaba radicalmente mi relación con el trabajo. En cierto sentido, en esos momentos la idea de trabajo quedaba suprimida. Me dejaba llevar. Muchas veces, después, en frío, volvía sobre el texto y me daba cuenta de que esa gracia había sido una ilusión. Una ilusión benevolente. Una suspensión del cansancio. Como cuando llevas horas caminando y llega un momento en que emergen fuerzas que ignorabas.
—¿Se puede vivir de la literatura?
—Al parecer, se puede, aunque me da la impresión que para esto hay que hacer una larga serie de infortunadas concesiones. De todas maneras, no es algo que me quite el sueño. Puedo vivir con muy poco.
—¿Cómo ves el panorama actual de la literatura chilena?, ¿qué poetas y novelistas destacarías?
—Lo veo con distancia, pues no llevo una vida social de escritor, rara vez voy al lanzamiento de un libro. La verdad es que me desagrada el glamour que he visto. Eso sí, hay varias propuestas que me interesan. Desde que volví a Chile me he dedicado, entre otras cosas, a ponerme al día. Aún me falta mucho. Hay muchos libros nuevos que no he tenido la oportunidad de leer.
—¿Tienes un escritor en particular como referente?
—Tengo a mis maestros, casi todos están muertos. Uno de ellos es Robert Walser.
—¿Qué libro estás leyendo ahora?
—El hombre sin atributos de Musil. Una novela monumental, imposible e inconclusa, a decir verdad, una piedra angular en la literatura del siglo pasado. Me la prestó Vicente Braithwaite, que a veces oficia de guía de alta montaña. No creo que la termine, voy a tener que aprender a vivir con eso. También estoy leyendo los escritos de Málevich, el pintor ruso del cuadrado blanco sobre fondo blanco.
—¿Cuál es tu libro favorito?
—No tengo un libro favorito, aunque sí libros a los que regreso continuamente y también libros a los que quiero regresar. Como por ejemplo, Fuga sin fin(Joseph Roth); Discusión (Borges); El libro de la almohada (Sei Shonagon), y un largo e injusto etcétera.
—¿Qué te dejó tu experiencia en Buenos Aires?
—En Buenos Aires publiqué mi primer libro, conocí a personas que continúan siendo muy importantes para mí y también allí radicalicé mi soledad y comí muchísimo helado.El Guillatún