Buenos Aires - 2021
Prólogo por Verónica Yattah
Cuenta Chantal Akerman que su amor por el cine empezó a los quince, cuando vio Pierrot le Fou, de Godard. Tres años después, a sus dieciocho -era 1968-, filmó su primer corto, Saute ma ville (Explota mi ciudad), mudo de palabras pero no de sonidos: oímos, intraducible, el tarareo de la protagonista, la misma Chantal.
En la infancia, en Bruselas, su abuelo (el que sobrevivió a la guerra), la llevaba a la sinagoga. Ella no entendía el hebreo pero le fascinaba ver. Y aprendió de memoria las oraciones, que sonaban como música.
En las películas de Akerman casi siempre hay alguien que canta. A veces letras, a veces resabios, una simple entonación. Alguien canta, pero sólo un rato. Y así, por contraste, el canto nos despierta y nos hace sentir cuánto silencio había.
Con los ojos vemos lo obvio, por ejemplo una mujer pelando papas. Podría ser la lechera de Vermeer, pero es el siglo veinte y es Jeanne Dielman, la protagonista que da nombre a esa película feminista emblemática, que Akerman filmó con sólo 25 años. Podría cantar para aliviar el trabajo doméstico, pero no lo hace. Y ese silencio nos lleva más allá.
¿Qué siente, qué recuerda, qué proyecta Jeanne Dielman mientras cocina cada día para su hijo? Ella cocina y el plano dura tanto que tuve tiempo de pensar en mí, en qué tendría en la heladera para hacerme esa misma noche, cuando la película terminara. Y pensé en mi propia mamá. Cómo habrá sido su cara cuando cocinaba. Nuestras madres, todas, cada una de ellas, las de ustedes: ¿cantaban o callaban? ¿sonreían? ¿fruncían el ceño? ¿soñaban?
Cosas ínfimas. Una cortina va y viene en medio de la noche, hay viento y es verano. Una mujer elije una canción en la rockola de un bar y baila. Otra mujer abre la puerta de su casa, la entorna, sale y prende un cigarrillo. El pasillo mal iluminado de un hotel. Una habitación con la cama deshecha.
Enumero momentos de películas y prefiero puntos en vez de comas porque así es el tiempo y el espacio del cine en
Akerman, el mismo tiempo y espacio de su escritura en general y de este libro en particular: Mi madre ríe.
“Mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”. Es Pizarnik y es la mirada de Akerman en Hotel Monterrey, donde cada plano dura el tiempo necesario para el viaje de ida y vuelta: reconocer el pasillo, que se vuelva abstracto, puro color, y pasado un rato (¿segundos, minutos?), vuelva a ser un pasillo.
En una entrevista le preguntan a Chantal cómo decide cuándo cortar. (Lo mismo me hubiera gustado preguntarle sobre la puntuación en su escritura, tan fragmentaria y obsesiva, tan franca y de a ratos tan caprichosa).
Ella responde con News from home, esa película donde hay exteriores de Nueva York mientras una voz en off -la suya- lee cartas que la mamá le envía desde Bruselas: “¿Durante cuánto tiempo deberíamos mostrar esa calle para que lo que está sucediendo sea algo más que mera información?”.
Lo que se repite en este libro, el motivo (la madre que ríe), me hace pensar en la función que tienen algunos versos en el teatro, que dan pie a los actores. Versos que ayudan a recordar el texto. Sólo que acá no hay libreto sino un presente continuo, esa deriva tan propia y tan chiquita del diario íntimo.
La que ríe es la madre, una sobreviviente polaca de los campos de concentración que se resistió toda su vida a hablar de eso, pero que insiste en pedirle a su hija Chantal que se esfuerce más en el arte de la conversación. Que hable más, que diga más.
Chantal conversa más cuando escribe o cuando filma. Es ahí donde dice. La madre ríe y convalece. Chantal habla de su madre y de ella misma, de su propia enfermedad y de su relación con la muerte. Habla de las ciudades que ama. De las cosas que le gustan y de las que no. Están L., M., C., mujeres de su vida.
Antes de filmar, Akerman escribió. Lo primero, una novela corta. Nunca la publicó, pero la transformó en su primer largo: Je, tu, il, elle, de 1974.
Yo, tu, él, ella. Era 2011 y vi la película en la sala de cine más improvisada y encantadora que conocí. La silla era incómoda, pero la proyección en ese ph era un verdadero regalo. En un
momento Akerman -que dirige y actúa-, se acuesta con otra mujer en una escena erótica deslumbrante.
Una vez más: por la duración, que da tiempo a mirar y a sentir; por la belleza del blanco y negro y el encuadre; por la intimidad de esas dos que se traslada a quien las mira (esa vez, yo). Y por la desprolijidad de los movimientos, tan vitales, tan pero tan poco acartonados.
Es cierto que los motivos se repiten y que es la gracia del arte ser ese collar infinito, pero cuando vi La vida de Adéle -que me gustó-, y se habló tanto de la escena de sexo “en tiempo real”, pensé que era lejana y artificial al lado de la de Akerman.
No siempre, pero a veces comparar me ayuda a ver. La intimidad del cine de Akerman es una impronta, y es el mismo sello que viene en este libro. Hay que ser muy valiente para lograr este vos a vos: el de ella y su mamá y el de ella y quienes la leemos. Ahí donde se va el pudor y llegan las verdades que importan: contar la bronca que le da tener que bañar a la madre, ver su cuerpo desnudo. Y sentir culpa, al rato, por haber sentido eso. Y decirlo.
La madre está grande, pero se ríe. Está débil porque está grande. Vive en Bruselas y la cuida una mujer que se llama Clara. Chantal vive a veces en un departamento de Harlem, en Nueva York, y otras en un barrio en los suburbios de París. Alterna con su hermana Sylviane, que vive en México, para visitarla. A veces coinciden. Cuando no están ahí, hacen videollamadas.
Son imágenes de Mi madre ríe, este libro que se publicó originalmente en francés en el 2013, y también de su última película: No home movie, del 2015. Ese mismo año, después de que muriera su madre y de haber presentado la película en el festival de Locarno, Chantal Akerman se suicidó.
Prefiero recordar su vida apasionada, esa que la llevó a filmar y a escribir sostenidamente, de los dieciocho a los sesenta y cinco años. Babette Mangolte, amiga de Akerman y quizás su directora de fotografía más cercana, escribió esto en una despedida: “Enormemente pragmática, Chantal era consciente del enorme impacto que podía surgir con un pequeño gesto. Sabía que una película rodada en sólo una semana, como Je, tu, il, elle, podría causar una enorme influencia.”
En el 2019 viajé a Nueva York con mi mamá. Me gusta pensar que el domingo que fuimos a lo de Marjorie Eliot, una mujer hermosa que toca el piano en el living de su pequeño departamento en Harlem, anduvimos, sin saberlo en ese momento, en el barrio donde vivió Chantal. Otro día, durante el mismo viaje, entré a un lugar y pregunté si tenían algo de Akerman. Buscando una película encontré este libro.
Verónica Yattah (2021)