Siempre hay melodías, no vivencias. Hay colores y esquirlas del lenguaje de los otros. Es lo más cercano que se puede decir de lo que escribo en relación con lo que quiero decir, el trazo. La primera parte del libro pudo haber nacido de un diario de viaje, pero eso no es poesía, digo, la vida.
Como un cajón de verduras no es un plato. Y pudo haber sido escrita con un acordeón de fondo pero ya sabemos cómo es esto de las percepciones: resultó que era un bolero, un reloj, una sirena.
El amor y la lengua son esas estructuras que nos dan seguridad hasta el último minuto, ese en el que se nos caen encima (y sin embargo tan hermosas las implosiones de edificios). La segunda parte del libro es un gabinete de curiosidades. Otro diario de amor y tentación de ponerle nombre a lo que se cree descubierto, como si me perteneciera, como si no hubiese estado ahí desde antes, mirado y escrito por otros. Pero este es mi dibujo.
Todos los títulos en mi vida son problemáticos, excepto por la gallina que aún no tengo pero que ya se llama Leila María y por este libro. Fue lo que me dijo el ejercicio de la escritura incluso cuando no entendía: de esto te estás alimentando. Quizás porque no aspiro a la obra de mil tomos que ilumine (¿se puede?) el mundo, sino a afinar la puntería dominando la respiración y el pulso para explicarme antes a mí que a nadie de qué se trata esto de andar y moverse, qué es lo crudo y lo fermentado. Este libro es distinto, o cierra una etapa? Mis libros se cierran a sí mismos. Aunque yo creo estar diciendo diferente o tarareando de otro modo, lo cierto es que la cuerda de donde salen los ruidos es la misma, y los hilos que tensionan la cabeza, los tendones que se cruzan, crecen en este mismo cuerpo que se para en este tiempo, en este espacio, en estas condiciones materiales. Cuando digo «gallo» no estoy hablando del macho de la subespecie doméstica más numerosa del planeta, sino de esa voz que escuché cantando en la madrugada en la que comenzaron los bombardeos a Gaza.
El amor y la lengua son esas estructuras que nos dan seguridad hasta el último minuto, ese en el que se nos caen encima (y sin embargo tan hermosas las implosiones de edificios). La segunda parte del libro es un gabinete de curiosidades. Otro diario de amor y tentación de ponerle nombre a lo que se cree descubierto, como si me perteneciera, como si no hubiese estado ahí desde antes, mirado y escrito por otros. Pero este es mi dibujo.
Todos los títulos en mi vida son problemáticos, excepto por la gallina que aún no tengo pero que ya se llama Leila María y por este libro. Fue lo que me dijo el ejercicio de la escritura incluso cuando no entendía: de esto te estás alimentando. Quizás porque no aspiro a la obra de mil tomos que ilumine (¿se puede?) el mundo, sino a afinar la puntería dominando la respiración y el pulso para explicarme antes a mí que a nadie de qué se trata esto de andar y moverse, qué es lo crudo y lo fermentado. Este libro es distinto, o cierra una etapa? Mis libros se cierran a sí mismos. Aunque yo creo estar diciendo diferente o tarareando de otro modo, lo cierto es que la cuerda de donde salen los ruidos es la misma, y los hilos que tensionan la cabeza, los tendones que se cruzan, crecen en este mismo cuerpo que se para en este tiempo, en este espacio, en estas condiciones materiales. Cuando digo «gallo» no estoy hablando del macho de la subespecie doméstica más numerosa del planeta, sino de esa voz que escuché cantando en la madrugada en la que comenzaron los bombardeos a Gaza.