Buenos Aires - 2018
150 páginas / 14 x 20
traducción
Ezequiel Zaidenwerg
ISBN 978-987-3760-76-1
Merengue
Perdoná que lo diga, pero coger
no es nada. Para los dioses, parecemos
perros. Y sin embargo miran.
¿Perdiste la billetera?
¿Rompiste la foto?
¿Alzaste al bebé
y le besaste la frente?
¿Chocaste a un ciervo?
¿Cortaste el pasto
como si pudiera matarte?
¿Le pediste leche a tu mamá?
¿Encendiste las velas?
¿Contaste los botones de la camisa?
¿Le erraste por uno? ¿Volviste a empezar?
¿Aprendiste a cortar un ananá,
a abrir un coco?
¿Cargaste un cuerpo luego de su muerte?
¿Cuánto tiempo, cuán lejos?
¿Bailaste el merengue?
¿Saludaste al tren?
¿Terminaste el rompecabezas, o lo guardaste para la mañana?
¿Dijiste algo? ¿Podrías repetirlo?
¿Tiraste la botella contra la pared?
¿Se rompió? ¿Limpiaste los vidrios?
¿Arrancaste la telaraña? ¿Qué hiciste con el bicho
que la araña se estaba guardando?
¿Te tiraste desnuda al agua fría?
¿Naciste?
¿Qué libro vas a estar leyendo cuando te mueras?
Si es bueno, no lo vas a terminar.
Qué lástima, si es malo.
SOBRE LOS COMIENZOS, por MARY RUEFLE
(fragmentos)
En la vida, el número de comienzos es exactamente igual al número de finales: todavía nadie comenzó una vida que no vaya a terminar.
En la poesía, el número de comienzos supera en tal medida el número de finales que no podemos siquiera imaginárnoslo. No todos los poemas se terminan: uno se abandona, otro se prende fuego y se lo lleva el viento, lo cual podría ser un final, pero es el final de un poema sin fin.
Paul Valéry, el poeta y pensador francés, dijo que ningún poema se termina y que todos los poemas simplemente se abandonan. Estas palabras también se le atribuyen a Stéphane Mallarmé, pero el comienzo de una cita siempre es algo brumoso.
Paul Valéry también describió su percepción de los primeros versos de manera tan vívida, y en mi opinión tan precisa, que nunca la olvidé: el primer verso de un poema, dijo, es como encontrar una fruta en el suelo, una fruta caída que nunca habías visto, y la tarea del poeta es crear el árbol del que podría caer una fruta como ésa.
(…)
Yo creo que el poema es un acto de la mente. Pienso que es más fácil hablar del final de un poema que hablar sobre el comienzo. Porque el poema termina en la página, pero comienza fuera de la página, comienza en la mente. La mente actúa, la mente manifiesta la voluntad de un poema, a menudo contra nuestra voluntad; de alguna manera ocurre, de alguna manera se escribe un poema en medio de una fiesta caótica por algún feriado en donde acaba de acabarse el hielo, y es en tu casa.
Todo se complicó [acerca de “Por qué no beso bien” de Mary Ruefle], por Diego L. García
En una glosa escrita por Daniel Freidemberg acerca de la poesía de Charles Simic leemos:
“Eso” que uno siente, o que a uno le pasa, al leer a Simic. No es emoción ni algún tipo de revelación, ni un pensamiento fuerte ni un gran placer estético. La sensación es de extrañeza: reconocer que algo “está ahí” y resulta desconocido, aun en los casos en que uno ya creía saber qué es. Perdió, si la tuvo, familiaridad, naturalidad: no hay desconcierto ni sorpresa ni asombro ni confusión, sino extrañeza, algo que lo lleva a uno a suspender el juicio, algo que, porque no entra en lo previsto, suscita atención, mueve algo en la mente. La pequeña felicidad de que algo no sea atrapable, de que no haga falta entender.[1]
Retomo estas palabras para mi lectura de Mary Ruefle (Pensilvania, 1952). Veamos un poema en traducción de Ezequiel Zaidenwerg:
PONTIAC
Alguien en Pontiac, Michigan,
piensa que soy linda.
Yo digo me tendrías que haber visto
cuando tenía seis meses,
mi carne era la carne de una perdiz,
una barra de acero separándome las piernas,
mis pies perfectos enfundados en zapatos ortopédicos
atornillados a la barra.
Yo le digo que todo el siglo veinte
fue básicamente un error.
No se lo digo a él, sino a mi bata,
que está llena de pelusa y no me lleva el apunte.
Hace años que se droga.
Nunca salió de casa.
Me mira por un telescopio
dado vuelta y se sigue mordiendo las mangas.
Finalmente me empiezo a vestir
y cuando está tirada sobre la cama dice
tu capacidad para sufrir es infinita:
cuánto nos habríamos divertido, si no.
La alzo
y pasamos la tarde en afectuosa comunión,
sin la cual la más bondadosa de las criaturas del Señor
habría de marchitarse sin consuelo.
El juego de engranajes entre lo familiar y lo desconocido, lo que en un momento es simplemente algo que “está ahí” y de pronto es extrañeza; esa rotación y reconfiguración de elementos (a la que nos gusta llamar realidad o disimulados en la comprensión del artificio, realismo) se produce no de manera súbita sino como proceso poético. ¿Qué sería esto? La posibilidad de construir la extrañeza a través de un evento. Los dos primeros versos del poema componen un núcleo típico de Ruefle: el yo femenino que toma ciertas posturas tradicionales para ser astilladas. Prosiguen seis versos en los que el realismo (con cierto humor) entabla un contrapunto con el inicio. Hasta ahí un procedimiento de la poesía coloquial, intimista. Pero los versos noveno y décimo enturbian la situación: “Yo le digo que todo el siglo veinte / fue básicamente un error”. Además de la genialidad de la sentencia (la idea de error dentro del ámbito del discurso, es decir del relato del siglo veinte y no de su historia material, como si lo que sabemos de ese tiempo fuera discutible textualmente) se marca un punto de inflexión. De algún modo esa normalidad de la primera parte transforma el rostro gentil en una mueca cada vez más deforme. El sujeto le habla a su bata mientras se viste. Otro golpe de extrañamiento, uno que bordea el absurdo (territorio conocido por Ruefle), vira el contrapunto: ahora se da entre el yo (linda o fea) y su alter ego (sufrimiento o diversión). Y finalmente, esa relación espinosa culmina con una referencia franciscana que se vincula con otros poemas como “Los comienzos de la inmovilidad en Asís”. ¿Pero no habíamos empezado hablando de alguien que en Pontiac elogiaba la belleza de una chica? ¿Qué ocurrió? Ocurrió que la chica escribía. Ocurrió que enlazó una serie de discursos: el de la seducción, el del horror del siglo XX, el de la dialéctica sufrimiento-gozo. Y ocurrió que todo iba en un mismo carril (¿lo sabría de antemano?).
En el celebrado libro de ensayos Madness, Rack, and Honey (2012), Ruefle reflexiona sobre el secreto:
The origins of poetry are clearly rooted in obscurity, in secretiveness, in incantation, in spells that must at once invoke and protect, tell the secret and keep it.[2]
Relacionando los términos “sagrado” y “secreto”, mediante una exégesis bíblica de la palabra como concreción, la autora traza una poética: el texto muestra y al mismo tiempo esconde, se queda con algo, no facilita. ¿Cuál es el secreto de ese pronombre que abre el poema? ¿Qué desnudez acapara el sentido de la escena? ¿Lo innombrado es acaso el cuerpo (¿crucificado con tornillos ortopédicos?) como la única historia posible? Toda esta incertidumbre es el poema. Vuelvo a citar un ensayo de Ruefle:
Every great poem has a problem (…). This is not a problem one wants to eradicate; this is a problem one wants to preserve and honor[3] (“Short Lecture on a Problem”).
Tomé sólo un poema que trasluce cuánto hay en la propuesta de esta autora. El libro completo es una bomba mental. No podría haberlo expresado mejor que citando ese fragmento de Freidemberg para dar con la idea de una felicidad que se produce cuando algo no es atrapable. Pues, si bien apunté algunas posibilidades del texto creo que lo más intenso de éste es lo que calla. Desde el título del libro se prometen explicaciones; animarse a entrar en ese beso no hará más que complicar –bellamente- las cosas.
POR QUÉ NO BESO BIEN, 2018
(ZINDO & GAFURI [ARGENTINA] / KRILLER71 [ESPAÑA])
JAMPSTER #
Un poema de Mary Ruefle, en Hablar de poesía
Una excelente oportunidad para leer la poesía de Mary Ruefle, nacida en Pensilvania en 1952, y considerada una de las voces más significativas de los Estados Unidos.
Compartimos un poema:
EL CONEJITO NOS DA UNA LECCIÓN DE ETERNIDAD
Somos un pueblo triste, sin sombreros.
La historia de nuestra nación es trágicamente benigna.
Nos gusta mirar cómo cogen los conejos en el cementerio.
Le tenemos cariño al conejito de la oreja doblada
que está ahí parado solo, a la luz de la luna,
leyendo el poco texto de las lápidas.
Parece muy deseable en esa situación.
Parece el centro del universo.
Miren cómo mueve la boca articulando las palabras,
mientras los otros están ocupados haciendo más como él.
Pronto la mayoría le va a pedir que les escriba cartas
de amor, y él va a cumplir, en el idioma
de nuestros antepasados, esas pobres nubes en el suelo,
tan caras a nosotros, que hace horas que estamos acá parados,
un pueblo orgulloso, después de todo.
Mary Ruefle
Nació en 1952 en las afueras de Pittsburgh (EEUU). Ha publicado once colecciones de poesía, entre las que se destacan My Private Property (2016), Indeed I Was Pleased with the World (2007), y The Adamant (1989), que obtuvo el Iowa Poetry Prize. También es autora de la colección de ensayos Madness, Rack y Honey (2012). Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Whiting Award (1995), el William Carlos Williams Award (2011) y el Robert Creeley Award (2014).