Buenos Aires - 2016
54 páginas / 14 x 20
ISBN 978-987-3760-42-6
que el barro no es chocolate
el chocolate es cacao, barro,
gente en ejercicio de un presente
con lo que no hay.
Sobre Belvedere de los segundos auxilios, por Reynaldo Jiménez
El pensamiento otra vez en camisa
Un mirador desde el cual desarrollar una capacidad de visión abierta al detalle, al accidente ínfimo que a su vez es el gen de la catástrofe. La cual es, evidentemente, la propia mirada. La que circunscribe sin abarcar pretendiéndolo. Contra esa restricción de la mirada escribe Nicolás: en ejercicio de un presente/ con lo que no hay. Al regalo del instante le adjudica además la doble presencia de lo ausente, lo obliterado, ninguneado por la mirada que consuma el promedio comportamental. Incluso a nivel del lenguaje, claro, por lo que se aprontan las elongaciones semánticas de contrarrigor: El monte como irritabilidad numérica, tallo de sí./ La creación espontánea de ministerios vaivén:/ un junco, el cuerno de un escarabajo torito/ pendulan entre el ver y la fuente moral de emanación… Y por eso un mundo/ casi anterior,/ tonal. El tono o más bien la entonación y aun mejor la capacidad siempre potenciadora de entonar. Ofrecer las tajadas de lenguaje a una sinrazón que no ya oprima, no constituya más el apriete del pomo significante en pro de una corteza pulida, o sabia, o quién sabría.
Pero ese mirador mantiene un anacronismo fiel o una ucronía medular, gen de su influjo transmutador en ironías delicadas, de una suavidad ambigua. En el meollo del palacio barroco es que se ofrece la resonancia de fiestas y celebraciones no menos palaciegas, vestigios de un imperio de lujos que el lenguaje actualiza en su fulgor reminiscente de un fuego anterior. Así el envión metafórico de la pasión, que adelgaza por las pátinas del libro una sensación de limpieza, no necesariamente pulcritud, en que la flora/ espesa el caldo genético y allí,/ su terror. Porque no es asunto de mención, la violencia estructural que finge la cohesión sintáxica de nuestros lenguajes de adulteración de las verdades ínfimas, indecibles o no meramente decidibles. El método de rigor fluido que aplica Nicolás a su escrivivencia es desde ya la propia/ tala, la boscosa continuidad que nos insiste/ en diurno forestar/ los personales temas/ el merendado tazón/ de mácula nocturna,/ lo búho en mí. ¿O sea un devenir-búho: la sapiencia claroscura? Esto elige el que prosigue en ardid/ de a corpúsculo/ sobre corpúsculo…
La demora en la boca de ciertas palabras imantadas a su asociatividad inmemorial, dan el toque diptongo (canoa) que ya insinúa allende un castellano. Al menos uno útil, de utilidad descriptiva. Muy en otra cosa, Nicolás azuza: Causa el rebrote guadal de la tacuara; hacia la rampa botánica el lazo en vertiente; cada alvéolo en su elixir; incluso esebatifondo (…) entre topos, batracios, la romería de un tábano y lo otro… el buche verde en la salud bucal de la madera, lo que se arrancó de cuajo. Son imágenes que no admiten traducción a esta lengua de las falsas explicativas, de las súplicas por algún contacto develador, ya que la inteligencia aquí se nutre de su pensarse la vívida, la entrevisión que dispone a las palabras en un fraseo de una discreción tonal llevada al límite de su destreza, deshecho el recurso verbal en aras de un timoneo distinto, ante los tifones obligados: y no hay hambre si no hay/ a quién acudir/ no hay cansancio sin la posibilidad del recueste.
El libro va mutando sus animalidades porque desimagina los alcances del cuerpo, hasta el blando signo de pregunta endurecido exoesqueleto. Y esto en el sentido dinámico de un vero dilema de vivo. Lo soterrado aparente invoca otros modos de la evidencia, zigzag del alzar/ de la mirada. Y detrás del “cebo” de lo real, del vaho de las apariencias, después del paso del “sirviente”: solos/ en los pasillos nacarados, con la excusa de un marco/ regulatorio que nos garantice descanso/ nocturno y finalmente/ reparatorio, rendirse a la mirada inquilina de un despertar/ previo a todo… De lo que no repara la mirada es de su efecto inquilino, la trampa en espejo de su afán digamos civilizatorio, captura incluso en la reflexión sobre la comuna, llevada al tópico compartido del hormigueo. La inquietud ante la programación silenciosa, por ejemplo. Ya que acá no hay eco; el pensamiento/ rebotará en un coleóptero y se me quedará/ en camisa, otra vez… ¿De once varas?
Aparecen las entidades sonoras de roncha, mamporro, cachorro, zapatillazo, mameluco, buche, tazón, junto a suculentos cebos, cóndilo, hematíes, la glándula del toro, el río atrópodo o coreutas luciérnagas, animales cariátides, llegando a egipcias de lechuga o a la playa como un souvenir neolítico. El mestizaje es claro y no reviste comentarios: es ello mismo el comentario imaginal que si por un lado simplifica las cosas, las pone en una hilera no menos hormigueante de asociación, por otro ésta constituye una línea de fuga en términos de una cierta condición ilícita, en cuanto boicotea la firmeza de un recorte semántico, para evadir precisamente las coagulaciones de la descripción. Pues hay un relámpago arcaico, la intuición de un alto nivel de certeza en que se juega el trans-asunto: como gendarmes previenen/ que, si hubo cultura,/ fue hace bastante. La resonancia del vestigio es sin embargo pura, de una pureza dura, quiero decir de una elegancia insumisa, que resiste a su manera en las labores de invención de un desayuno centrípeto y soluble.
Se trata asimismo de librar al rehén de las cosas, los chicos, el niño; de celebrar el venado, pero también la culebra. Y las gradientes insectiles. El pensar alega: antiguo cortejo entre lo dado y lo hecho. Explicitación que cuanto menos sujeta más implica. El tono sencillo no quiere engañarnos: efectos residuales de olvidados ritos superviven en su emergencia de filones por lo que rasca la superficie de nuestra inercia la imago llevada a un pálpito, al ras de un escurrirse de las manos (de la mirada que manipula sólo hasta ahí, para volver a soltar a la intuición en pleno vértigo de alianzas asociativas, de sugerencias no rimadas por la fuerza sino por una rara sonrisa que se interna): La astenia/ como programa que aprende a negociar con la continuidad. Si la astenia cura de los arrebatos del énfasis, los aparentes vestigios muestran su vitalidad de rescoldos, estribaciones de la pasión que continúa miniada. No lejos queda la pregunta por la comunidad al interior de cualquier comuna. El solitario solidario, sí, pero también el evadido de la predeterminación de los signos acaparables: Una comunidad creará rituales. En ellos,/ El fuego es muy importante/ La llama les abrirá matices en la noche/ Destilarán alcohol de donde sea(…).
¿Desde dónde contemplar la urgencia múltiple de los segundos auxilios? ¿Se produce un destilado poético al urgir a ese punto de mira, hecho de la convergencia y acaso recíproca tachadura, o borradura, de diversas líneas de fuga? Nicolás avanza tranqui: sin moraleja la vena, remuerde, sin resentir el impacto levísimo de su descargo en plena orgía escolástica. A su maniera Nicolas recupera del acento lírico en una instancia de retorno, o sea de escucha, que no incomoda al yo ni lo entroniza, enfocándolo más bien como una estación de ensamble. Entidad tácita que transmuta lo sufrido y lo gozado en un relámpago de liberación de los estancos. Su voluntad metonímica, además, refuerza una confianza anterior, no a la metáfora por recurso de la descripción poetizante, embellecedora o ingeniosa, sino al desplazamiento metafórico. Ir por la vida en ese zigzagueo habrá de implicar una profesión de fe en los alcances de una furtiva sutileza.
Reynaldo Jiménez