Buenos Aires - 2019
68 páginas, 21 x 14
ISBN 978-987-8320-00-7
escribimos un deseo
en una grulla
la atamos con doble nudo
y la dejamos agitándose,
irreconocible entre las demás.
A primera vista nadie diría
pero vos tenés más fe.
Me agarrás de la mano
y asumís
la tarea invisible
de corregirnos el ángulo
de ponernos
con el viento a favor
El esplendor de la emoción, por Laura Wittner en HABLAR DE POESÍA
TEXTO LEÍDO EN LA PRESENTACIÓN
Cuando conocí a Lara, hace varios años, ella estaba trabajando en la traducción de los poemas de Moortown Diary de Ted Hughes. Los poemas de Ted Hughes describen la vida en la granja de su suegro y el intenso trabajo diario que implica criar animales. Son poemas de una fisicalidad muy específica, llenos de detalles –muchas veces escabrosos para quien lee desde la ciudad– sobre las contingencias corporales de vacas, toros, ovejas, aves. Aun así, en algunas ocasiones en las que conversamos sobre la traducción de estos poemas, a Lara y a mí nos hacía reír cierta distancia que creíamos percibir entre Hughes y estos animales, esta sacrificada vida de granjero. Porque si bien Hughes documentaba ese universo muy de cerca y con mucho talento poético, a nosotras nos parecía que lo documentaba sin terminar de involucrarse. Nos causaba mucha gracia imaginarnos al poeta sentado detrás del ventanal, con un té o un vino, con su ropa de campo impecable, escribiendo esos poemas mientras su suegro se ensangrentaba ayudando a parir a una vaca. Tal vez nos equivocábamos, por supuesto, y el pobre Ted ayudó a su suegro a ayudar a parir a la vaca.
Los poemas de Lara en La maquinaria celeste, justamente, están encabezados por una cita de Ted Hughes. Y también están llenos de animales (a veces protagonizan, a veces tienen papeles secundarios y otras veces son término de comparación en todo un abanico de imágenes). Sin embargo tengo la sensación de que Lara usa a los animales para un procedimiento inverso al de Hughes: no sólo se acerca a ellos sino que va convirtiéndose en ellos. Las percepciones que Lara les imagina a los animales le sirven, creo, para decir cosas que nunca diría bajo el pronombre “yo”, o “vos”. Perros atados en la puerta del supermercado que entregan los vaivenes de su ánimo a la posibilidad de que venga o no venga el que esperan, ciervos que intentan frenar la carrera de golpe antes de entrar a un consultorio médico, tortugas que confunden la luz de tubo con la luz de la luna, pájaros que necesitan viento a favor tanto como lo necesitamos las personas.
A mí se me ocurre –pero es muy posible que esta sea una idea caprichosa, como todas las que voy a esbozar– que Lara elige usar este procedimiento de fuga hacia los animales porque elige también no declarar del todo nada. En los poemas de Lara vemos la situación o creemos verla: la escena parece ser concreta, reconocible, cotidiana. Pero enseguida fuga. ¿Hacia dónde? A una comparación, una especulación, un razonamiento que velan parcialmente lo que creíamos ver. ¿Y para qué? No es tan fácil. Voy a intentar empezar por otro lado:
La maquinaria celeste es un libro de amor. Un libro callado. Un libro de amor callado, podríamos decir. Discreto. Melancólico, a veces. Y aun así es un libro que celebra el amor todo el tiempo: el amor que sobrevive a ciertas decepciones, a ciertas discusiones, a los desencuentros. El amor que se fortalece en la lentitud, en la languidez (hay toda una serie de poemas bajo el cielo; de amantes que observan el cielo en silencio).
Hay una languidez del decir en los poemas de Lara que parece mostrar todo detrás de un tul, de algún material opacante. Los temas, las imágenes que habitualmente se prestarían al fervor poético acá aparecen bajo un signo negativo: los nadadores atraviesan el agua a velocidad pero emergen débiles, las palomas asustan porque sus movimientos son demasiado perfectos. Y esto parece llevarme a repensar la distancia entre aquellos poemas de Ted Hughes y sus objetos de observación: tal vez también Lara, como su traducido –después de todo siempre tenemos una conexión intensa con quien elegimos traducir–, prefiere mantener cierta distancia. Pero no de la brutalidad de la vida animal sino de la brutalidad de la vida humana. Prefiere metamorfosearse en perro, en tortuga, en elefante porque al fundirse con los distintos animales gana nuevas perspectivas, puede ver la escena desde unos pasos más atrás, desde unos ojos más instintivos que sentimentales. Gana tiempo para pensar y gana, para el poema, ese tono mate, esos tiempos detenidos, la posibilidad constantemente abierta del extrañamiento (la robotización de los animales pero también, en un rincón, la robotización propia). Y se me ocurre que es esta visión “a través de un tul” la que permite que el libro encuentre su esencia, su triunfo: brillar, pero brillar con esplendores modestos, con chispazos fríos y en consecuencia mucho más asimilables que el fulgor heroico. Leo dos poemas:
Tal vez en unos años
seamos agua negra
bajo la tierra
y hagamos crecer
todavía algunos árboles.
+++
Todo pasó muy rápido, los días
se están haciendo
más breves
otra vez
va cambiando la proporción
entre las partes de mi cara
y es algo distinto a envejecer:
nos lanzamos al cielo
con un furor de pájaros.
No voy a tratar de disimular que esto que digo y más aun esto que voy a decir tal vez hable más de mí como lectora que de Lara como autora, pero yo creo que estos poemas prefieren un brillo velado porque por debajo de sus versos corre el torrente del miedo: miedo a que todo falle, a que todo se disgregue como parecen disgregarse las vidas de esas personas que muestran sus casas en venta en la tercera parte del libro. A la catástrofe, en una palabra. Ahora: por otra parte, es también la catástrofe latente la que posibilita el disfrute, y hay además algo tranquilizador en la visión que estos poemas ofrecen de la catástrofe: es relativa, es reinterpretable; una falla de la luz puede determinar la mala suerte y por eso somos capaces de tolerarla. Leo un poema:
Soñé que heredaba una casa celeste.
Por las paredes del patio
trepaban algas
y había dos perros
y libros en inglés.
Sacaba fotos para mostrarte
cómo íbamos a vivir
pero algo fallaba
con la luz
y la casa al final
se la quedaba una familia.
Yo entendía que también
podemos tener mala suerte.
Y no es sólo esta reinterpretación de la catástrofe lo que nos tranquiliza, sino también un tono que tiene la virtud de hacernos dudar –lo cual es, a mi entender, una gran virtud–. De hacernos pensar “¿qué se me está diciendo?¿qué me pasa ante esta escena? ¿es graciosa? ¿es metafísica? ¿es una metáfora?”.
Por otra parte el miedo suele ser conjurado con humor, y todos estos poemas de Lara están atravesados por un humor de semisonrisa, casi resignado. Les leo un ejemplo:
Son fotos sacadas de noche. Por todas partes
las estrellas del flash en los vidrios
latitas de Brahma
ceniceros llenos, más colillas
de pie sobre la mesa y un táper
con restos de guacamole, una bandeja
de varios pisos para cupcakes.
Manteles de encaje blanco.
Estarían borrachos, después de la fiesta,
dirían: ¿y si vendemos la casa?
¿Y si la vendemos ahora?
Sin embargo, a pesar de esta mesura que parece llevar más a no decir que a decir, el decir se filtra a cada rato. Y es el amor –para volver a lo que decía antes y aunque pueda sonar cursi– lo que hace que el decir se abra paso. Leo un poema:
De espaldas al sol
que cae, al agua turbia
de la pelopincho
que va aquietándose
hablamos: toda la vida
nos pasó lo mismo
a esta hora de la tarde
cuando cruzan el cielo
casi blanco las palomas
de vuelta a sus agujeros.
Me parece mejor no decir
nada por ahora
del terror
a lo mecánico de su vuelo
a todo lo que se repite
y parece perfecto.
Es sabido que para no tentar a la catástrofe hay que hablar en voz baja. Y hay que hacer florecer cábalas, saltearse declaraciones, a veces mantener silencios prudentes. Tal vez sea por eso que las palabras y el tono que Lara elige para estos poemas son discretos, más de la observación que de la efusión. Son las palabras diarias (paloma, cielo, pelopincho) ubicadas con calma y precisión en la estructura de esa maquinaria terrenal a la que llamamos poema. Las palabras diarias que, acomodadas con intuición y sobre todo con oído, logran hacer surgir, en el momento menos esperado, el esplendor de la emoción.
Laura Wittner, agosto 2019
Lara Segade
Nació en Buenos Aires en 1981. Es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, y da clases en Literatura Argentina I (UBA), Teoría y Análisis Literario (UNA) y en la Maestría de Periodismo Narrativo (UNSAM).