Buenos Aires - 2016
106 páginas / 14 x 20
ISBN 978-987-3760-52-5
I
espera
entre sus piernas se escurre
el rocío
aprieta los dientes
no sabe si
vendrá la lluvia
a ahuyentar los gajos de pestañas
rojas
de tanto miedo a que no
a tanta isla y bosques de tormenta
y cierra tenue la puerta
del árbol más oscuro
suave
está escondido el hueco
la sal no quiere
no
la humedad ajena
cuánto espacio derramado entre las hojas
Cacería, Postfacio por Ana Guillot
Aparente minimalismo en donde, en realidad, reina la pura biología. Textos breves y aéreos pero de enorme contundencia dramática. En este primer libro de Celina Gerardi la cacería es umbilical y despótica; y ella, la supuesta víctima (y, en rigor, lo es) aunque, en el fondo, se imponga todo el tiempo el majestuoso grito de la presa superando a su captor (por llamarlo de algún modo) y, aún más, se advierta un consciente y ceñido cuidado en el manejo de los hilos (no tan víctima entonces, sino fina hacedora de sus palabras). Ella, la dolida, sabe lo que dice y, en especial, cómo lo dice. Ya desde los títulos de sus capítulos se anuncia un trayecto abyecto. Y valga la aliteración como hipérbole de lo que la autora genera en el lector: una profunda resonancia, una abigarrada sensación de estar participando de la cacería también.
En “gajos de pestañas” se impone una poesía dolida, casi asfixiante. Gótica, oscura aunque plena de lirismo en sus imágenes. Espacios y vacíos se superponen, huecos que la abuela intentará tapar mientras algo (¿pequeño?, ¿abismal?, ¿inquietante?) subyace o se filtra. Juegos infantiles que ya no lo son y una boca que se abre: hueco o agujero también dispuesto a devorar. La otredad se asemeja a un vampiro y ella sólo pide (lo pedirá más adelante, pero no dejará de hacerlo) “que la gota de sangre caiga al piso y la salve”. En orden a esa infancia perdida los cuentos maravillosos imponen sus elementos recurrentes: hadas, hechizos, príncipes que no lo son (ni siquiera sapos, eso ya aportaría cierto alivio), cristales (como en Alicia)[1]; elementos que tomarán verdadera significación en el cuarto capítulo.
El libro avanza en alternancias (como la vida misma): en una u otra orilla, pleamar y bajamar, amarrar y desamarrar, tercera y primera persona como yo lírico narrando secuencias que internan al lector cada vez más en el bosque: ella “va”, dice; yo, “incesante cáliz” replica, mientras el otro siempre está construido como un depredador que no da tregua. La dicente (en primera y/o en tercera) abre la puerta a la literatura de género, aunque el libro no se reduzca a ese tema sino más bien a un planteo genérico de las relaciones humanas, entre otros. Caperucita y el lobo, ¿fagocitar y/o ser fagocitados?… ¿renacer finalmente desde ese vientre/hueco/matriz? El “chillido de la luna negra” no nos permite aún saberlo. Es por eso que remito al lector al significado de la Lilith, en astrología especialmente. Como puede verse, mareas, lunas y madres abren un campo semántico y simbólico exquisito. Dice Jean Chevalier[2] al respecto: “Sin ceder a la homofonía [especialmente clara en el catalán (mar-mare) y en el francés (mer-mère)], se puede decir, sin embargo, que el simbolismo de la madre se relaciona con el de la mar, como también con el de la tierra, en el sentido que una y otra son otros tantos receptáculos y matrices de la vida”… “Nacer es salir del vientre de la madre; morir es retornar a la tierra. La madre es la seguridad del abrigo, del calor, de la ternura y el alimento; es también, por contra, el riesgo de opresión debido a la estrechez del medio y al ahogo por una prolongación excesiva de la función de nodriza y de guía: la genitrix devorando al futuro genitor, la generosidad tornándose acaparadora y castradora”. Igualmente la luna (desde la literatura oral, especialmente), contiene en sí los aspectos maternos, tanto proveedores como devoradores.
Asimismo avanza también a través de la preposición privativa hasta sumergirnos nuevamente en esa “nada” que la misma autora nombra y rescata: “sin aire”, “sin formas”, “sin carne” para llegar al segundo capítulo con esa boca “en el centro”.
La mutación la lleva a convertirse en sirena y, entonces, el cuento de Andersen[3] se convierte en un lúcido inter-texto (habrá más tarde un niño que también querrá ser pez). La sirenita ama tan desmedidamente a esa figura de hombre ideal (¿idealizado?) que no escatima esfuerzos para modificar su entidad, su morfología, su propio ser. Amor incondicional desde una mirada espiritualizada, pero cuánta subordinación en ella. Analizar los pormenores y significaciones de esta figura acuática supondría un ensayo en sí mismo. Baste entonces este nuevo aspecto de ¿sumisión? para reinstalar al cazador jugando a los dados sobre el cadáver de su presa. Es peligroso que el miedo ande suelto, dice. Es inconclusa la calma, agrega… si coser la sangre fuera posible, si no estuviera aguardándola siempre la red.
El tercer capítulo agrega un matiz: “coser lo justo”, anuncia. ¿Habrá una tregua? podría preguntarse. ¿Habrá un hilo como el de Ariadna, guía luminosa, o será un hilo que apenas podrá suturar lo que está abierto? La primera prosa niega cualquier sosiego y es uno de los mejores textos; una especie de casa tomada al modo de Cortázar, pero llena de cuervos, otro animal altamente simbólico en su doble acepción (tanto positiva como negativa). Trickster, hacedor o semidiós muchas veces asimilado al arcano 22 del tarot y, especialmente, a Loge o Loki: Hermes y/o Mercurio en la mitología griega y romana. Es decir, aquel que es intermediario y mensajero entre los mundos. Otra vez vida y muerte en los extremos de la misma vara. Otra vez la urgente polaridad. Otra vez lo oscuro, concretamente el negro que inunda la mitad de su cuerpo: hormigas y un insomnio prudente y necesario.
La cuarta estación se titula “En la casita” y es aquí donde este libro brillante y tremendo adquiere su verdadera dimensión, abre sus vertientes y expone, sin eufemismos, la causa posible de tanta tribulación (nunca lo sabremos a ciencia cierta, y mejor así). Son otra vez los cuentos maravillosos (con su carga de símbolos mágicos, pero también de terror) los que resignifican el momento: hadas que ahora no llegan (aunque tal vez sí), relojes que marcan las doce, manzanas envenenadas, casas de chocolate, migas, calabazas. Y ella, que como la Bella Durmiente y/o Blancanieves sentirá la inefable (¿urgente?) necesidad de “morir por un rato”. Más tarde reverdecerá. Más tarde será “más tibio el atardecer a lo lejos”. No es conveniente contar el derrotero: es absolutamente necesario hacerlo a su lado hasta llegar a la anácrasis: “Escribir me ayuda a reunir mis partes”. Habrá, pues, ciertos lazos entrañables que por momentos logran rescatar a la agonista: hija, abuelo, presencias de luz en medio del “todo bosque” (y su simbología otra vez).
Hasta que en “alimento balanceado” reaparece la gigantografía, naturalista y agónica. Y si el reino de lo oscuro había capturado hasta ahora hormigas y vampiros, la Coneja (también cortazariana, pero cercana a Alicia[4]) compone tal vez uno de los personajes más distorsionantes de esta obra, ya se la vea como oponente o, alternativamente, como un alter ego de la autora.
Luego “Esconde los restos”, luego “Sobra caparazón”… ¿estamos otra vez en la casita? Nos encontramos, como hasta ahora, fluctuando entre lo ctónico y lo uránico (serpientes y pájaros mediante). Entre la mariposa que vuelve a ser oruga en un camino inverso e inquietante (¿una Caterpillar eterna?). Cuando la noche dijo crac, “el beso estaba en su boca”. Aurora guía, es hora de mirar de frente al príncipe… ¿o será un dragón el que llegue? Como vemos, poemas y prosas poéticas y algunos relatos más extensos componen un recipiente con doble fondo: por un lado, este devenir emocional/espiritual que tironea constantemente entre la tiniebla y la luz; por otro, una especie de largo relato secuenciado y fragmentario, ya que los personajes aparecen en él más de una vez. Y el tiempo “que existe de materia” (una imagen magnífica) que no se detiene ni da tregua. ¿Le permitirá (le será permitido) acaso volver a su boca?
No será develado el final. Hay que leer, sumergirse, metamorfosearse, aceptar la cacería y rendirse; al menos, a su belleza. Ya lo dice ella lúcidamente en el epílogo “…es el hombre/ la muerte/ quien desliza su propia/carne/ cosa de todos los días”. Tan sencillo y doméstico. Y tan aterrador, sin embargo.
Ana Guillot 2016
Nació en Bs As. Estudió Licenciatura en Ciencias Quimicas en la Universidad de Buenos Aires y desde 2009 asiste a un taller de escirtura dictado por la poeta Ana Guillot.