Buenos Aires - 2015
140 páginas / 14 x 20
ISBN 978-987-3760-18-1
Las cosas
la ropa
los platos
los huevos duros
el agua de la canilla
los juguetes tirados
lo caliente
lo frío
lo suave
lo pesado
las cosas que entran
en una mano
eso es lo que tengo
para armar un mundo.
Música que es luz, prólogo de Mauro Lo Coco
Este libro es una invitación a comer del mismo pan que el misterio. Cierto es que esta posibilidad existe desde que cobramos conciencia de que hay un mundo, aunque nuestro posterior devenir en la adultez suele ponerle un velo uniforme a ese regalo que se ofrece a nuestra percepción. La obra de Roberta recupera lo que Maurice Merleau Ponty llamó habla hablante: dar sentido como un acto poético y fundacional, como un conjuro. Naturalmente, en esta experiencia anida toda palabra. Luego, el tiempo y el uso convierten este rito iniciático en mera habla hablada, un simple instrumento comunicativo, una mueca operativa que ya no puede convocar la vitalidad del signo originario. En esta dirección, la poética de Iannamico tiene el encanto de la palabra fundacional.
“(…)
nació
como nace cualquier dios
lo pasábamos de mano en mano
para sentir su corazón
ay, su corazón
silencioso tambor. ”
“San Juan”, en Muchos Poemas, Voy a salir y si me hiere un rayo, 2012.
Los poemas que siguen transforman al lector en un iniciado, en un confidente secreto. Como en un culto mistérico, el yo poético de estos poemas nos propone un conjunto de pruebas y ritos para incorporarnos en una comunidad que nos ampara y nos confiere recíprocamente identidad. Algo así como los pactos de la infancia, que se establecen desde una conmoción compartida, como una forma de retener esa comunión en el asombro. Los poemas de Roberta señalan, nos incitan a que miremos ahí donde está aconteciendo algo que no se puede repetir, y cuyo único registro posible es nuestra emoción. Pero eso sólo puede realizarse con una voz tenue, casi como un susurro: está guarecida en algún lugar observando, hablando en voz muy baja para no interferir en el milagro que está aconteciendo. Es nuestra compañera para las aventuras más insólitas.
“mientras bajaba
cierto temor me acompañaba
crucé un campo
de plantas secas
caídas
sobre la tierra
caminaba esquivándolas
como a cadáveres
que eran,
sabía
que no tenía
nada que temer
pero estaba tensa
exageradamente alerta
y comprendí
que el camino estaba marcado
solo debía seguirlo”
Dantesco, Vox, 2006.
La vida se esconde en eso que no acabamos de comprender y habla una lengua secreta, misteriosa. En esa manifestación no hay interpelación ni voluntad comunicativa alguna, pero podemos oírla. Tampoco hay en ella, naturalmente, intención significativa. Es pura expresión, como la forma de la naturaleza. O una música que es luz: una cadencia que impregna las formas y los colores dejando un rastro indecible, que habita como un aliento divino.
Los poemas de Roberta pueden ser leídos como la exploración de una extraña hermandad, hablan del universo como una gran familia. En ocasiones, la exploración del los parentescos se dirige a la totalidad. Entonces la voz cobra conciencia de la disolución del uno en el todo, de ese ser yo que sólo en la posición que implica integrar una constelación con lo demás. Entonces escribir se convierte en cantar nuestra parte en el coro del cosmos. Melodía subyugante del éxtasis y de la desesperación: extrañarse de uno mismo en la experiencia estética. Parirse desde la noche del mundo.
“Yo
concebida por la luz solar
-me distrae un chimango que pasa-
veo la forma
del árbol
contra los cielos
al costado de mi casa
no es
ni de noche ni de día”
en El collar de Fideos, Vox, 2001
Hay otro grupo de poemas que, en cambio, exploran las relaciones personales. Interrupciones de la vida ordinaria donde dos seres encuentran empatía, se convierten en confidentes pasajeros que eternizan el instante gracias al milagro de la comunicación. Ahí cuando el lenguaje palpita, tiembla ante la inminencia del acontecimiento. Ese temblor es, precisamente, el idioma de la intimidad.
“miro a mi perro
el Bandido
y no lo reconozco
es igualmente negro
pero otro animal
tengo que preguntarle
¿Sos el Bandido?
es el Bandido
pero transformado
completamente. ”
en El collar de Fideos, Vox, 2001
La obra de Roberta también tiene una dimensión perturbadora cuando se asoma al abismo del yo: son esos poemas en que se abordan esas sorpresas que guarda uno para sí mismo. Y es porque hay en cada ser también un universo: ese extraño que nos habita y adviene por obra del mundo. O que nos pone a nosotros mismos en ese orden. La ambivalencia de ser nuestro propio secreto. La renuncia ante un núcleo irreductible que no se somete a nuestra voluntad ni se ofrece a nuestra comprensión, sino que apenas se digna a dejarse ver, como un gato que pasea jactancioso delante de nuestra urgencia por amigarnos. Ese yo propio y desconocido puede alumbrar tesoros sin descubrir, como albergar también nuestra condición siniestra, nuestro propio hombre de la bolsa. Esta exploración del que podríamos ser, de ese otro que en nuestro yo se insinúa es también objeto de una conciencia emocional: diálogo entre extraños familiares.
“y no entiendo por qué
mi caballo se convierte
y ahora es un tren que cruza la montaña
y ahora es un rey que no pisa lo negro ni lo blanco
y ahora abre un paraguas delicado
y ahora soy yo misma
cargándome sobre el lomo,
cansadísimo. ”
“La frontera” en Tendal, Ediciones del Diego, 2000
Del espanto a la risa hay un tramo corto, por eso también Roberta también mostrarnos que también se puede ser demiurgo de un pequeño mundo, ese que es una parodia del real: el que cualquier chico puede construirse antes de que el sentido de las cosas haya sido definitivamente impuesto. Hacer de cuenta que el día celebra nuestro ánimo, coronarse como Reina, casarse con un chancho peludo, armar una corte con los animales más aristocráticos del lugar. Jugar también es una forma de ahuyentar el miedo, de dejarse arrastrar por el delirio de la naturaleza, que ciertamente exagera en eso de no tener sentido. Entonces el poema arranca esa risa angustiosa de quien hasta el extremo inquietante del juego, hacia el vacío sobre el que se fundaron caprichosamente las reglas.
En relación con el todo, con la parte o con sí misma, como un pequeño dios o la más modesta de las devotas, quien habla a través de estos poemas se entrega a la tarea de correr apenas algunos tenues velos del mundo, o de tejer otros cuando éste luce su desnudez más cruda. Y al lector le queda la sensación de que para eso aprendimos a cantar.
Mauro Lo Coco
Delirio y gracia, por Daniel Gigena
“La poesía me ayuda a pensar, a aprender, también me acompaña y me divierte, es la parte de mí que se expresa conmigo misma, a veces es tonta y vanidosa, o trágica y oscura, a veces estudiosa del mundo y esa es la que aliento, quisiera que me ayude a ser buena persona, que me acerque al amor. A veces creo que le pido demasiado, que debería ser más humilde con respecto a la poesía, como soy con otras actividades como cocinar o cualquier otra que practico. Lo que sí que me gusta y me deja bien escribir”, escribió Roberta Iannamico para “La infancia del procedimiento”, el blog de Osvaldo Aguirre. Iannamico nació en Bahía Blanca en 1972; es poeta, docente y música. Editó varios libros de poesía: El zorro gris, el zorro blanco, el zorro colorado (1997), Mamushkas (1999), Tendal, (2000), El collar de fideos (2001), Celeste perfecto (2005), Dantesco (2006) y Muchos poemas (2008). Su obra integra varias antologías. Para chicxs escribió Nariz de higo, de Pequeño Editor, y adaptaciones de cuentos clásicos infantiles. También es coautora de libros de lectura para los primeros tres grados de la escuela primaria. Y con el dibujante Max Cachimba publicó La camisa fantasma, “una historia de miedito”, en la colección de libros para niños de Capital Intelectual.
Qué lindo, la antología preparada y prologada por Mauro Lo Coco, incluye, además de los grandes poemas de los libros de Iannamico, varios textos inéditos, canciones y una obrita titulada “El chancho peludo”, de 1996. Los animales protagonizan, acompañados de una presencia humana con una voz tímida, a veces impetuosa y casi siempre cómica, la mayoría de los poemas del libro. Los tres zorros –el blanco, el gris y el colorado–, una vaca caprichosa que quiere ser princesa, luna o mandarina, el chancho peludo cuyo abuelo era otro chancho que volaba de flor en flor, una tropilla de caballos e incluso animales imaginarios (“Era un animal/ todo de fuego/ hermoso en su pelaje”) componen una constelación más parecida a una familia que a un bestiario: “tomo mate con mi hija/ llamamos a los perros/ moviendo los cuatro dedos/ de una mano/ no hay mejor compañía”. O, tal vez, a criaturas de una fauna a la que no le importó perder atributos humanos: “Yo levantaba una pata y la otra, como una flamenca”.
Otro de los motivos fundamentales en la escritura de Iannamico, y que el conjunto de textos de la antología despeja, es la infancia. Por su producción literaria y musical para chicxs y por su trabajo como docente, se puede decir que la infancia le concierne de manera inmediata e íntima. A medio camino entre la recreación de un lenguaje infantil y de la propia infancia como matriz de percepción, su escritura cosechó un repertorio de temas, imágenes y acentos en los que conviven la inocencia y la astucia: “El agua del arroyo/ estaba mágica/ (lo sé por su sonido bajito)”. Como en otras poetas de su generación, el paisaje rural, si bien funciona como un modelo arcádico, deja entrever peligros y asimetrías: “crucé el alambre/ y todo era naturaleza/ piedras tierra/ yuyos de distinto tipo/ era bello pero ya no celestial”. En el mismo poema –que cuenta la caminata de regreso a una aldea en la que una chica tropieza con una piedra similar a la cabeza de Dante– se lee: “crucé un campo/ de plantas secas/ caídas/ sobre la tierra/ caminaba esquivándolas/ como a cadáveres”. Animales, niñxs, madres e hijas y el campo juegan en la escritura de Iannamico como fronteras móviles de un territorio verbal en expansión: “La niebla avanza/ por entre los árboles/ por entre las casas/ y en su avanzar se adensa/ todo el paisaje/ se vuelve lejano”. A ese paisaje Iannamico lo acerca con cosas, sin descontar entre ellas las palabras que las nombran: “lo caliente/ lo frío/ lo suave/ lo pesado/ las cosas que entran/ en una mano/ eso es lo que tengo/ para armar un mundo”. Poesía de la felicidad del instante, cada verso fulgura en este libro: “las flores trabajan de estar lindas”.
Qué lindo
Roberta Iannamico
Zindo & Gafuri
De lo que no aparece en las encuestas, por Valeria Cervero
Sobre Qué lindo, por Mariana Robles en Telares de intemperie
Me hago un collar de fideos
un collar largo
que haga ruido
bajan fideos
como gotas
por la lana
manguitos de fraile
también me hago una pulsera
con los fideos
y todos se enteran
cuando muevo las manos
si tuviera las uñas largas
me las pintaría de rojo
y golpearía las mesas
las tazas
las cosas de vidrio
como una lluvia suave
una pétalo de malvón
pegado con saliva
en la mejilla
es una lágrima blanca
una tristeza de amor.
Es hermoso, hermoso. Me siento frente a la pantalla después de tomar unas fotografías a Simón detrás de la ventana y lo observo intentando manejar su pequeña bicicleta; frunciendo las cejas me mira e insiste con los pedales un poco rígidos, yo gesticulo mis labios ampliamente y le digo: sos hermoso, hermoso. Es imposible no fascinarse con ese mundo infantil, esa intensidad de la experiencia que congrega toda experiencia humana que también se proyecta a los animales y objetos, sombras y reflejos, como si cada relación fuera un gran acontecimiento. El mismo patio y el sol serían cualquier patio y cualquier sol sin Simón circulando con su atuendo invernal y su artefacto ciclista. Hay algo de esa imagen, de lo que sucede, que me traslada apaciblemente a mi propia a infancia, al mundo tal como se veía en aquella época. Los poemas de Roberta Innamico tienen esa misma intensidad temporal, un pequeño bucle que recorre y juguetea con la infancia. Sus poesías tienen ese poder de ubicar en escena ciertas cosas, anécdotas o pensamientos que transforman lo real, el presente se superpone con acciones y palabras propias de un mundo que aflora: El baldío es abierto como un mar / lo cruzamos yo y mi amiga / el burro por delante / pinchan los yuyos en las patas sin medias.
Qué lindo es un libro que reúne diversos poemarios, el conjunto completo funciona como un compilado para recorrer lugares vedados por el presente. La manera en que Roberta nos habla, su inventario rítmico del mundo acecha contra la aceleración, es necesario detenerse y suspirar para poder leer. El poema es un juego, la pequeña bicicleta en el vaivén de sus pedales, su lógica emancipa las orillas extenuadas de nuestro espacio, de nuestro añorado baldío. La niña que habita esa escritura inventa su propia casa, su lengua extraña para comunicarse con los animales, se transforma con sus joyas y colores, subvierte la norma de la razón y atraviesa maravillada portales que llegan hasta mí y hasta vos.
Nació en Bahía Blanca en 1972. Es autora de libros como: Mamushkas; El collar de fideos; El zorro gris, el zorro blanco, el zorro colorado; Tendal y Celeste perfecto.